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"Atila. Un escritor indescifrable", de Javier Serena


Hace unos meses publicamos una reseña dedicada a un autor joven español. Puesto que conocemos las suspicacias que dominan el mundo de los blogs de crítica en Internet, nos propusimos escribir reseñas ceñidas estrictamente al texto que ofrecieran información técnica y contextual para los lectores y que evitaran, en la medida de lo posible, las grandilocuentes afirmaciones-sin-argumentar que suelen prodigarse en otros blogs de crítica (y en la prensa escrita, como es notorio), y que lo único que consiguen es acrecentar la impresión de sospecha conspirativa en los lectores de nuestro ámbito geográfico y desprestigiar a los propios autores, muchas veces, de manera injusta. Creemos que esa predisposición hacia el recelo por parte de los lectores no está injustificada. Pero también creemos que es posible invalidarla y anularla ofreciendo únicamente, en contrapartida, coherencia y sentido común. 

El libro que quiero comentar lo publica Tropo Editores, una editorial que apuesta con decisión -cosa que es de celebrar-, tal y como lo hacen también Candaya, Periférica o Salto de Página, por autores jóvenes de habla hispana. Se trata de Atila. Un escritor indescifrable, de Javier Serena, una ficción biográfica que recrea los últimos años de la vida del malogrado escritor Aliocha Coll, cuya entrega absoluta a la labor de creación no le valió el éxito en vida y sí una existencia precaria y obsesiva que culminó con el suicidio una vez hubo terminado su principal novela, Atila, publicada a título póstumo en Destino (1991). Cuentan que es el único autor de la agencia Balcells que no logró ningún tipo de notoriedad, pero eso no deja de ser una anécdota trivial. El éxito no puede ser en ningún caso un elemento a tener en cuenta a la hora de juzgar la obra de alguien, como tampoco sus disposiciones vitales, pero pasados los años parece que Coll ha emergido como una figura maldita y si repasamos los artículos que se le dedican en la red encontramos una apabullante mayoría de textos centrados en el retrato de su supuesto fracaso (por falta de éxito) y de su extravagante vida. Merece la pena señalar que Aliocha Coll se inscribe en la tradición del Finnegans Wake de Joyce. Javier Marías, reconocido amigo de Coll, llegó a decir de él que escribía «un tipo de literatura más bien ‘imposible’» que nunca le había interesado mucho (curiosas palabras si consideramos que nos ofreció una magnífica traducción de Tristram Shandy, obra que intencionalmente alcanza una dimensión parecida). El propio Coll afirmó que «siempre hay que escribir como si no se pudiera escribir», y con ello nos ofreció una resumida guía de lectura. No se puede esperar en Atila un encuentro con una construcción narrativa al uso. El manifiesto interés de Coll por el lenguaje pone ante nosotros una obra difícil que no mantiene de manera, por decirlo así, canónica, el centro narrativo, y que se dispersa en múltiples elaboraciones lingüísticas que en ocasiones han sido tildadas de crípticas. La posición que ostenta Atila dentro del panorama literario hispano es parecida a la que ostenta Larva, de Julián Ríos, obra también de difícil lectura. Los apelativos "de culto", "suicida", "extravagante" no aportan nada a lo que, a todas luces, vio la luz en el momento equivocado y en la tradición literaria equivocada (Sospecho que Atila, de publicarse hoy en día, sería mejor comprendida que hace 20 años; el lector español ya está completamente familiarizado con formas literarias que entonces, según pienso, podían resultar ajenas incluso para determinados críticos que consideraban como buena narrativa únicamente aquella que contaba, de acuerdo con principios canónicos, buenas historias. Toda variación, riesgo y juego parecían y parecen todavía, en general, no del todo aceptados en nuestro país). 





Atila. Un escritor indescifrable, de Javier Serena, se inscribe en el ámbito de la ficción biográfica, para la que encontramos ejemplos afines en la literatura francesa contemporánea. El crítico Dominique Viart señala múltiples ejemplos de «tentativas de restitución» en dicha tradición que, conceptualmente -aunque no siempre formalmente-, son próximas a la que ofrece Javier Serena en su libro. Así, autores de culto como Rimbaud han sido profusamente ficcionalizados por escritores contemporáneos como Pierre Michon, Alain Borer o Dominique Noguez; lo mismo ha ocurrido con el poeta suicida Georg Trakl (ficcionalizado por Marc Froment-Meurice, Sylvie Germain o Claude Louis-Combet), y así podríamos seguir repasando una larga lista de ficciones biográficas referidas siempre a singulares creadores cuya vida, en alguna medida, se ha visto estrechamente vinculada con su obra de una manera u otra. Podemos fijar el nacimiento de este interés en la tradición francesa con la publicación del excelente Vidas Imaginarias de Marcel Schwob en 1896 (una serie de estampas ficcionales que tratan de recrear aspectos biográficos de personajes cuya biografía es casi totalmente desconocida, como es el caso de Lucrecio o Petronio, autores que por cierto interesaron mucho a Aliocha -sobre todo el primero, juicio que se desprende nítidamente de la lectura de Atila). Viart opina que la escritura de este tipo de obras, en el siglo XX, ha surgido de la intención de alcanzar un «conocimiento más fino de la experiencia subjetiva». Nosotros, desde la frontera, también podemos declarar que esa misma intención existe en España. Este año he leído dos libros excelentes, similares a la obra de Javier Serena y afines a la biografía ficcional: el primero es Los extraños, de Vicente Valero (Periférica), y el segundo es El cielo de Lima, de Juan Gómez Bárcena (Salto de Página), que tal vez en algún momento comentaré aquí. 

Pero centrémonos en Atila. Un escritor indescifrable. Para la recreación de los últimos años de Aliocha Coll, Javier Serena emplea un narrador en primera persona que ejerce el papel de observador y del que apenas sabemos nada, excepto que es un periodista de la revista El paseante (entiendo que se refiere a la mítica revista creada en 1985 por Jacobo Siruela, héroe editorial de este blog). Puede parecerse, en cierta medida, al tipo de narrador que Emmanuel Carrère empleó en sus primeras obras (pienso en la biografía de Philip K. Dick) y que luego desarrolló para darle una mayor consistencia dramática (El Adversario o Limonov). En este sentido, pienso que, aun siendo el narrador de Atila. Un escritor indescifrable absolutamente efectivo para el cometido que desempeña, Carrère puede ser un punto de referencia para posteriores evoluciones de esa primera persona vehicular en el sentido dramático. No en otros aspectos. 


Javier Serena


En esta novela, Serena consigue consolidar un estilo en el fraseo que ya esbozaba en su primera obra, La estación baldía (Gadir), y que representa, en mi opinión, uno de los puntos fuertes de la obra. Si en su primera novela podía adivinarse un manejo consciente del ritmo sobre todo apoyado en un empleo variado de la puntuación que le servía para alternar entre largos períodos subordinados y frases cortas con los que conducía al lector de forma casi hipnótica, aquí se mantiene esa habilidad y se mejora al ofrecer una prosa más contenida y menos abundante en adjetivos y símiles o imágenes metafóricas. Esta contención, sin embargo, se consolida pasadas las primeras 30 páginas de la novela. Las primeras 30 páginas adolecen todavía de cierto exceso (la primera frase es ilustrativa: "Siempre reaccionaba de la manera más extravagante") que, según creo, podría ser intencional para investir al texto de cierto tono elegíaco-épico, pero que en todo caso no hace justicia a la precisión mejorada que ofrece el texto en otras partes de la novela, donde el narrador prescinde en gran medida de la grandilocuencia para suministrarla sólo en momentos clave y, así, lograr un efecto más contundente y gustoso para el lector (resulta obvio que es necesario un enfríamiento para que destaque el caldeamiento; o la ineludible utilidad de los contrarios en la técnica de la escritura). 

Este narrador en primera persona nos ofrece una clave de lectura que quizá convendría aclarar. Es cierto que a través de él conocemos a Aliocha Coll en sus últimos años de vida. Se detallan con precisión algunos hechos biográficos de carácter general, como podrían ser los últimos dos amores de Aliocha y las consecuencias funestas que implicó tanto el compromiso como la ruptura de los mismos, o la difícil relación con el padre; hay exactitud en la sucesión cronológica de los hechos que llevaron al suicidio a Aliocha. Sin embargo, observo en las elecciones técnicas una predisposición hacia la abstracción de algunos pasajes y hacia el oscurecimiento de otros cuya única intención debe de ser la de esbozar, no tanto un retrato biográfico de una persona concreta, sino el retrato de una disposición del alma, de un arquetipo. Llamémoslo el arquetipo del escritor maldito. Hay pasajes detallados que analizan la interioridad de Aliocha, la obsesión creativa, el aislamiento, el paulatino descenso al infierno. Serena, tal y como Deleuze dijo que hacía Kafka, escribe en «beneficio de las potencias que están verdaderamente actuando en la obra; se diría que otros triángulos que surgen por detrás son más bien inconsistentes, difusos, en perpetua transformación recíproca, o bien porque uno de los términos de las cúspides comienza a proliferar, o bien porque el conjunto de los lados no deja de deformarse». En palabras llanas, y por poner un ejemplo, todas las veces que en la novela se mantienen «conversaciones literarias», nunca se especifica el contenido de las mismas porque, entiendo, serían triángulos inconsistentes, cúspides que de desarrollarse romperían la integridad de la obra. Estas conversaciones, así como otros elementos señalados de refilón, se mantienen latentes y no se desarrollan conscientemente. Sólo hay profusión en el detalle cuando éste aporta de manera manifiesta algo a la construcción del arquetipo, de manera que, a medida que avanza la lectura, el autor logra generar en el lector la impresión de haber trascendido los hechos de la circunstancia concreta (la vida de Aliocha Coll) y de encontrarse en el terreno de la abstracción de lo que ya he definido como una disposición del alma particular que Aliocha encarna a la perfección. Así, quien quiera conocer a Aliocha Coll no encontrará aquí lo que busca (existen obras más prolijas al respecto). Aliocha, en mi opinión, es un pretexto para un análisis más general, un personaje literario en verdad, y la virtud de Serena reside, precisamente, en que el pretexto no sea percibido por el lector como tal.

Podemos dar por cierto que los hechos estructurales de la vida de Aliocha son absolutamente ciertos (la relación con el padre, los amoríos, la historia de la traducción de Marlowe, etc), pero todas las veces que el autor elabora escenas concretas nos encontramos en el terreno de la ficción. Estas escenas concretas están elaboradas con un nivel de detalle que genera la ilusión de verdad en el lector al estar asignadas a la estructura general de los hechos vitales de Aliocha, pero no son más que invenciones muy bien trabadas (algo que dijo Diderot es aplicable a esta obra: «el escritor deberá salpimentar la historia con detalles minuciosos de unas características tan sencillas y naturales, y sin embargo tan difíciles de imaginar, que os veáis obligados a decir: Dios mío, esto es auténtico: nadie puede inventar algo así») que sirven para esclarecer e ilustrar los diferentes momentos en el proceso de autodestrucción del personaje, de acuerdo con la idea de Henry James, según la cual no existe ningún pasaje narrativo cuya función no sea descriptiva y viceversa, con un objetivo último: que la obra sea ilustrativa. Es en esas escenas, sobre todo en el tramo final de la novela, donde Serena logra ilustrar, con un fuerte componente emotivo, la caída y el hundimiento de un fuerza creativa de forma convincente. 


Aliocha Coll


Dicho esto, merece la pena señalar también algunas carencias. No todas las transiciones me parecen bien construidas. Debemos tener en cuenta un hecho importante: estamos ante un escritor en formación, como se desprende de un análisis incluso superficial de las dos novelas que ha publicado. Si consideramos este hecho podemos encontrar razonables algunas irregularidades (quiero señalar una a modo de ejemplo, y también indicar que, en esencia, son muy pocas, pero destacan por un mismo proceso de contraste que aquí habría que eliminar y que en otros ámbitos de la composición, como he comentado antes, resulta necesario. Estas irregulares, en mi opinión, tienen que ver con pasajes en los que el autor todavía no se siente demasiado cómodo. Por ejemplo, en un momento dado del libro Aliocha desaparece. El proceso de búsqueda del desaparecido, una suerte de pequeña incursión en el terreno de lo policial, está construido de tal manera que el lector puede llegar a percibir inverosimilitud. Las pistas y pesquisas no son lo suficientemente claras como para que los personajes puedan dar con Aliocha, y sin embargo dan con él, de manera que de pronto se manifiesta demasiado la presencia del escritor detrás del narrador con el consecuente breve lapso de desconfianza que eso implica). 

Otro aspecto que quiero señalar y que ni siquiera es un defecto, sino una petición personal de cara a obras futuras, tiene que ver con el diseño de la estructura de la obra a modo de tríptico (tres partes, siendo la intermedia una larga analepsis que ejerce de catalizador para el lance final). En este caso la estructura funciona y cumple con su propósito, pero pienso que, de acuerdo con lo leído, podemos pedirle al autor más ambición y complejidad en este aspecto de cara a obras futuras. 

En conclusión, he encontrado aquí una voz cuyo desarrollo seguiré con interés en lo sucesivo. Recomiendo la lectura de esta obra (y de las obras de autores españoles que he mencionado aquí) para desterrar la idea de que en este país ya no se están gestando escritores interesantes. Eso es falso y es fruto del prejuicio y del resentimiento. Hay escritores que están trabajando con un nivel destacado y que tal vez no llegan a los oídos u ojos o manos de muchos lectores porque carecen de presencia en las redes y en el centro de los trasnochados escándalos del mundo literario. Sin embargo, serán ellos a quienes leeremos en el futuro. Esta es mi convicción. Ora et labora.


Víctor Balcells Matas

El origen de la filosofía occidental. "En los oscuros lugares del saber", de Peter Kingsley


En la trayectoria del pensamiento presocrático, Parménides ocupa un lugar destacado. A partir de sus formulaciones, o bien encontró seguidores (Zenón y Meliso), o bien encontró pensadores que buscaron alternativas a sus postulados (Anaxágoras, Empédocles o los filósofos atomistas). Tal fue su relevancia que se le puede considerar como punto de partida o referencia ineludible para la gran mayoría de los filósofos inmediatamente posteriores (incluido Platón). Que nosotros sepamos, se le atribuye una única obra compuesta en hexámetros titulada Acerca de la naturaleza. De dicha obra no han quedado más de 150 versos que nos permiten reconstruir su estructura de manera algo desequilibrada: del proemio y la primera parte, cuyo tema es la verdad, ha llegado hasta nosotros cerca de un 90% del texto. De la segunda parte, cuyo tema es la opinión, no queda prácticamente nada.

Tal y como comentamos en el artículo dedicado al valor literario de los filósofos Presocráticos, el caso de Parménides es desafortunado: por un lado se le acusó de acercarse peligrosamente al lenguaje poético, de manera que sus ideas adolecían de falta de claridad expositiva, y por otro lado, dicho lenguaje poético fue desprestigiado por el excesivo prosaísmo que exigía la exposición de su pensamiento. Así pues, tenemos ante nosotros a un pensador cuyo principal texto, de notable dificultad interpretativa, se prestaba con facilidad a la ambigüedad, sobre todo debido al uso de palabras que podían poseer doble significación. De esta manera, y por consenso, se estableció una lectura canónica del texto que ha durado hasta nuestros días y que se imparte con total convencimiento en aulas, congreso, speaker's corners y otros espacios de transmisión de conocimiento. ¿Pero es una lectura realmente sólida? 

Hoy quiero hablar de un libro que versa, precisamente, sobre la figura y el pensamiento de Parménides. El lector casual tal vez pueda llegar a pensar, al leer estas líneas y prejuicio mediante, que hablaré de un aburrido texto académico para especialistas. Pero estará equivocado. En los oscuros lugares del saber, de Peter Kingsley, no sólo es una obra audaz y original, también es un libro ameno y soberbiamente escrito que degustarán con deleite los paladares más finos. En castellano, lo encontraremos en la colección Memoria Mundi de Atalanta. Su objetivo es claro: demostrar que en los mismos fundamentos de la civilización occidental se encuentra una tradición espiritual que ha sido defenestrada y desprestigiada a partir de sucesivas interpretaciones equívocas. 




Para acometer semejante tarea, Kingsley nos ofrece argumentos filológicos y arqueológicos sustentados por un complejo aparato de notas. ¿En qué consisten dichos argumentos? Lo primero que hay que señalar es el aspecto sincrético de una cultura como la griega. Sus raíces profundas se encuentran, básicamente, en el arco mediterráneo, Mesopotamia y Oriente. Los conocimientos de Pitágoras, por ejemplo, no son otra cosa que una transposición de conocimientos que ya existían en Babilonia. En ciertos templos dedicados al culto de la diosa Hera encontramos influencias egipcias y orientales. No se puede situar el nacimiento del pensamiento griego a partir de un punto cero, sino que debe ser insertado en el largo recorrido de las influencias. «Time present and time past / are both perhaps present in time future», que diría Eliot. 

De todos es sabida la importancia de los oráculos en la antigua Grecia. Delfos es un ejemplo de ello. Existía en aquella época la figura del sabio. Su capacidad residía en el saber ver más allá de las apariencias, sabía interpretar los oráculos y los sueños y daba respuesta a quienes lo solicitaban. Por otro lado, practicaba la curación y tenía estrechos vínculos con tradiciones mágicas. «El objetivo de la vida de cada persona, de la vida de un hombre sabio, era seguir el camino del héroe: vivir sus duras pruebas, sus sufrimientos, su transformación». Esta figura no abunda hoy en día, no existe el entendimiento de los efectos últimos de la vocación del sabio. Si paseamos por la calle podemos ver, sin demasiados obstáculos, que la cultura occidental es «maestra en el arte del sucedáneo. Ofrece y no da nunca, porque no puede. Incluso ha perdido la capacidad de saber qué tiene que dar», la propia estructura del sistema así lo facilita y sostiene, en palabras de Kingsley. Encontramos elementos sustitutivos en los que apoyarnos momentáneamente que nos evitan el duro trámite de tener que conocer lo que nos rodea y a nosotros mismos, se desprecian valores como la intuición y la imaginación a favor de la racionalidad y la lógica; y no existe un interés específico en la autorrealización que no sea por la vía de lo material. Podríamos citar el consumismo como motivo evidente. El capital. Incluso las religiones modernas y las formas de espiritualidad contemporáneas, opina Kingsley, no son más que sustitutos que nos evitan el difícil camino del autoconocimiento. El sabio, en la antigua Grecia, era un místico, y su conocimiento de características estrictamente inmateriales. 


Parménides.

¿Qué tiene que ver con todo esto Parménides? Según los manuales de filosofía modernos, Parménides creó la idea de la metafísica e inventó la lógica: «la base de nuestro razonamiento y el fundamento de todas las disciplinas que han surgido en Occidente». Su influencia sobre Platón y Aristóteles fue notoria. ¿Pero qué sabemos de él? Muy poco. Según Kingsley, y aquí encontramos parte del centro de su argumento, la imagen que se ha creado a lo largo de los siglos acerca de la figura de Parménides es una imagen completamente tergiversada de lo que en verdad fue y significó en su época. Por un lado se ha desestimado su estrecho vínculo con las tradiciones de oriente y, por otro lado, se ha ocultado su condición de sabio entendido en el sentido que hemos expresado antes: un mago, un místico. Según Kingsley, el ocultamiento de este aspecto tan controvertido fue llevado a cabo, de entrada, por Platón en su Parménides y posteriormente a lo largo de sucesivas interpretaciones equívocas del único texto que nos ha llegado. 

 ¿Cuáles son las pruebas para sustentar esta hipótesis? Kingsley nos ofrece una reinterpretación filológica del poema de Parménides que nos acerca mucho a su verdadera naturaleza y, además, aporta pruebas arqueológicas contundentes. 

A partir del análisis de unas inscripciones halladas en el sur de Italia, prueba que Parménides fue un iniciado en misterios ocultos de carácter órfico, un phôlarchos (archos significa señor o jefe y phôleos es la guarida donde se esconden los animales, un cubil o una caverna). Los phôlarchos «eran sanadores, y la curación, en el mundo clásico, tenía mucho que ver con los estados de muerte aparente». En este sentido se utiliza la expresión phôleos«estar en una guarida» o «yacer en una guarida» podría significar también, en el contexto de la Grecia antigua, encontrarse en un «estado de muerte aparente». Las prácticas de los phôlarchos pueden entenderse a través de la tradición de oriente traída a occidente por los Foceos: estados parecidos a la meditación, de suspensión entre el sueño y la vigilia, en los que se tenían visiones y se operaba el proceso de la sanación. Estos hombres tenían una relación estrecha con el dios Apolo, y tal y como muestran diversas inscripciones (en el templo de Apolo de Istria, por ejemplo), Apolo recibía también el epíteto de phôleutêrios, es decir, «Apolo el que esconde» en el sentido de «Apolo que protege del mal». Esto es interesante porque, por regla general, se asocia a Apolo como «encarnación divina de la razón y la racionalidad» y se obvia que parte de su carácter estaba asociada, precisamente, con el reverso de la razón y la racionalidad. Llama la atención la doble relación de Apolo con el sol y con la noche y la oscuridad, en esencia el inframundo. 


Con todos ustedes, Apolo.

Así pues, Kingsley demuestra en este libro la estrecha relación de Parménides con la tradición de sanadores que practicaban el así llamado arte de la incubación, esa especie de estado de suspensión aparente que conducía a la visión y al conocimiento por la vía de la aproximación al inframundo, pues «las semejanzas entre estar acostado para la incubación y aproximarse al estado de la muerte estaban muy claras para los griegos». Tal y como prueban los datos arqueológicos, estos hombres también eran conocidos como iatromantis, un tipo de sanadores que, al mismo tiempo, eran profetas, y que a su vez estaban relacionados con Apolo. En sentido estricto, hombres que curaban a través de la profecía obtenida por el procedimiento de la incubación. 

La argumentación prosigue a lo largo de más de doscientas páginas con una coherencia y una integridad asombrosas. Podría decirse que el lector avanza en la lectura, literalmente, con la boca abierta: se ofrece una visión de Parménides y de su obra completamente ajena a lo que hemos conocido en la escuela o universidad, se asocia su pensamiento a prácticas estrechamente vinculadas con lo imaginal e irracional, a prácticas por otro lado que encuentran sus raíces en oriente (la meditación es un ejemplo) y que implican vías de curación y conocimiento no convencionales o, por lo menos, no aceptadas por la medicina y el pensamiento occidental tal y como se entiende hoy en día (en efecto «la imagen moderna de los médicos y la curación se moldeó a partir de Hipócrates. Definió sus objetivos excluyendo de la medicina todo lo que no tuviera que ver específicamente con ella»). El conocimiento que se expresa a través de la incubación tiene unas características que hoy en día se asocian, directamente, con la brujería o la charlatanería. 

Puede parecer un tema histórico interesante afirmar que la filosofía y la magia en otros tiempos eran las dos partes de un todo. Pero no se trata de una cuestión histórica. Ni tampoco significa, simplemente, que tengamos que ser más conscientes de cómo la irracionalidad se ha separado de la racionalidad en nuestra vida; ni siquiera implica que debamos hacer un mayor esfuerzo por armonizar con la razón todo lo que parece poco razonable. Si creemos que basta con hacer cualquiera de estas cosas seguiremos sin atinar en el punto principal, puesto que todas estas distinciones entre lo racional y lo irracional sólo son válidas desde el limitado punto de vista de lo que llamamos razón. 

La idea esencial de En los oscuros lugares del saber es clara: existe una tradición y de esta tradición sólo nos hemos servido de una parte y hemos desahuciado la otra por considerarla vana, irracional e inconsistente. Pero ¿no resulta sorprendente que uno de los padres de lo que hoy conocemos como civilización occidental estuviera íntimamente ligado con esa otra tradición? ¿Acaso no tiene valor alguno esa otra tradición? Me parece una obviedad tener que señalar que no somos más felices que hace dos mil años. ¿No será que nos hemos equivocado al olvidar una parte de la ecuación? Este libro da que pensar y además ofrece respuestas a estas preguntas. Lo considero de lectura imprescindible.


Víctor Balcells Matas

"Autopsia", de Miguel Serrano Larraz


Nunca he reseñado un libro de un escritor español joven. No daba con autores por los que mereciese la pena el esfuerzo y, si eso llegaba a ocurrir, resolvía guardar silencio para no crear confusiones inadecuadas, acusaciones sin fundamento y variantes de la perfidia habitual que, de continuo, he encontrado en otros blogs. El problema del resentimiento, que diría Bloom. Por otro lado, siempre he creído que es posible reseñar un libro con solvencia si existe una clara vocación por la argumentación y, sobre todo, si se da una aproximación a la obra desde la tradición y la técnica, y no desde el gusto personal. El gusto no es un parámetro válido en el contexto de la crítica literaria. A lo largo de los dos años de vida de este blog nos hemos esforzado por tratar de demostrarlo y ahora creo que ha llegado el momento de ampliar nuestro campo de acción si un texto así lo justifica. Este es el caso de Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. 

El libro llegó a mis manos de la siguiente manera. Durante una comida con libreros y editores en una escuela de hostelería de Salamanca, en el momento de los postres, empezamos a hablar con pasión de los libros que últimamente habían sido significativos para nosotros. Mencioné Jane Eyre de Charlotte Brönte y Años luz de James Salter. Bajo el influjo del vino elaboré un torpe discurso en favor de la lectura de los clásicos que me valió el epíteto de decimonónico y que causó el desinterés de gran parte de la mesa excepto del librero de Hydria (tal vez la mejor librería de la ciudad). Con él elaboré un rápido frontón de lecturas que podría haberse prolongado toda la tarde y a lo largo de varias botellas de vino si no nos hubiesen detenido el resto de comensales, ya hartos de escuchar nuestras largas y etílicas enumeraciones. Él, en tanto que librero, mencionaba obras de rigurosa actualidad editorial. Yo, en tanto que sombra de mí mismo, evocaba gloriosas tardes de lectura pasadas como quien evoca gloriosos amores clausurados por la vía del drama. Entre sus recomendaciones, me llamaron la atención dos libros por las palabras que les dedicó y por la inflexión pasional de la voz que percibí al oírle hablar de ellos. Los extraños, de Vicente Valero y Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. 




Del primero, hablaré otro día. Del segundo, como ya he dicho, hablaré hoy. Dijo, con una mueca sugestiva de los labios, que se trataba de una obra notable. Irregular, añadió, con momentos bajos, claro, dijo, pero cuyos momentos altos son muy altos. No sé qué demonios quería decir con eso. Para mí la irregularidad en la obra literaria no es algo reprochable. Pienso en grandes ídolos personales como Malcolm Lowry o Antonio Lobo Antunes, pienso en los oscuros pasajes del primer Don Delillo que enloquecieron a los críticos de la tradición realista, pienso en amplias estampidas de bisontes y en cebras rezagadas. Bueno, me los apunto para leerlos en el futuro, dije, y el asunto quedó en el aire. Más tarde, ya forjada nuestra cercanía, me obligó, literalmente, a adquirir ambos libros con el pretexto del 10% de descuento que se aplica en la Feria del Libro de Salamanca, me los llevé al hotel y los abrí con escepticismo antes de quedar dormido. Soy culpable, por lo tanto, de dudar de antemano y de prejuzgar sin criterio, lo admito. 

Sin embargo, el libro me ha parecido muy bueno. En primer lugar, estamos ante un estilista de nivel. Los compases iniciales de la novela se adhieren a una tesis que esgrimió Sánchez Ferlosio: las primeras diez páginas de toda novela exigen una atención expresa por la prosodia. Asistimos, en la obertura, a un despliegue técnico desde el punto de vista del estilo más que notable. Se percibe en el fraseo, de largo recorrido y sabiamente simplificado en los puntos de tensión, una atención por el ritmo y una utilización prolija y variada de los signos de puntuación que ofrece variantes, en algunos pasajes, muy sugestivas (pienso, por ejemplo, en ceses abruptos de frases que requieren de continuidad como manera de crear una formulación rítmica atonal curiosa). Existe una vocación -que creí inicialmente excesiva- por la acumulación enumerativa de elementos, atributos o imágenes de carácter simbólico. Pensé, de hecho, en primera instancia, que la presencia de este exceso funcionaría mal en una novela de tan largo recorrido, pero comprendí a medida que avanzaba en la lectura que ese mismo exceso desempeñaba una función específica de carácter atmosférico. Por otro lado, el autor da cabida a lo largo de las páginas y de forma imperceptible a la presencia de la narración y el exceso, de pronto, se acepta y se configura como una característica notoria de la voz, una voz que es exuberante pero no arficiosa. Queda patente que estamos ante un escritor con amplios conocimientos en el territorio de la poesía, tanto a nivel rítmico como a nivel cognitivo conceptual. 

Por este mismo motivo, en un primer momento pude llegar a pensar que la estructura se encontraría diluida o no jugaría un papel relevante en el conjunto de la obra, pero pronto descubrí que estaba equivocado. Un análisis detallado de los primeros veinte capítulos de Autopsia revela una consciencia constructiva muy madura. El autor sabe equilibrar con notable solvencia parámetros contrapuestos y demuestra premeditación, cálculo y conocimiento de las problemáticas intrínsecas del par estilo-estructura. Se llegan a desarrollar en paralelo más de cuatro subtramas sin que por ello se vea perjudicado el sentido de unidad del conjunto. Existen algunos capítulos que podrían considerarse, prácticamente, excursos, pero que, a su vez, tienen un valor simbólico claro y ejercen un papel atmosférico y referencial determinante para elevar el nivel de la trama que, en sí misma, no me parece lo más destacable de esta obra. Estamos ante un texto que maneja con soltura ideas y conceptos: el autor echa mano de su poderío expresivo para ofrecer pequeños pasajes de notable calado intelectual y para reelaborar lugares comunes que todos conocemos y que aquí revisitamos en reformulaciones muy gratificantes (para mí esto es esencial si estamos hablando de literatura). 

Empieza a cobrar sentido, tras lo expuesto, que el calificativo de irregular no es en absoluto despectivo en el caso de Autopsia. El lector atento se dará cuenta de que la segunda parte de la novela abandona de manera paulatina la densidad estilística en favor del desarrollo claro y directo de la trama. Ante esta situación se puede pensar que el escritor ha aflojado el pulso, pero yo me inclino por lo contrario: creo que incurre en una elección consciente a efectos del cierre de la obra. Esta misma situación la encontré hace poco, precisamente, en una novela que he citado más arriba: Años luz, de James Salter. Mi gusto personal me inclina a preferir la primera parte a la segunda, pero una determinación de este calibre -por lo arriesgada que es- demuestra, una vez más, que estamos ante un autor consciente y experimentado. Sí creo, por otro lado, que sobran algunos capítulos en la segunda parte de la novela, no tanto por su valor individual -que lo tienen- sino por la función poco clara que desempeñan, en mi opinión, en los movimientos estructurales con voluntad de cierre que tienen lugar en las últimas cien páginas. 




Autopsia adopta la forma de la autoficción. Miguel Serrano habla en primera persona y el lector fácilmente puede creer que está ante un testimonio vital. Está claro, sin embargo, que se trata de una trampa y de un juego, como también está claro que creer en la veracidad de lo que alguien cuenta es siempre una manera tan válida como cualquier otra de atrapar al lector. El personaje, que es supuestamente Miguel mismo, es un chico de treinta años, un outsider con intereses literarios que rememora sus años de instituto, los amores pasados, la vida bohemia que llevó durante un tiempo en la ciudad de Zaragoza, donde, según entiendo, fue muy pobre y parcialmente feliz junto a los más pintorescos personajes. Existen varios motivos recurrentes que aparecen una y otra vez. Uno de ellos es un hecho dramático que tuvo lugar en su adolescencia, cuando la inmadurez lo llevó a maltratar a una tal Laura Buey hasta el paroxismo. Otro motivo es una paliza que recibió por parte de unos Skin-heads y que le llevó a componer un poema épico en memoria de dicho acontecimiento que marcó el principio de su carrera literaria (con él, ganó un premio literario de provincias). El diseño fragmentario, según tramas que se desarrollan en paralelo en tiempos distintos, de la estructura, permite componer al personaje y su historia como se compone, valga el lugar común, un puzle. Además del desarrollo profundo de temas como la culpa, el tránsito de la adolescencia a la madurez, la precariedad o la amistad y el amor, se nos presenta a un personaje que, en la práctica, se desarrolla a sí mismo a través de los demás personajes. En este sentido, seguimos su drama personal pero, al mismo tiempo, seguimos el drama personal de quienes lo rodean, puesto que gran parte de la atención se fija en las personas que entran y salen de su vida, como subtramas que en gran medida influyen en la trama central. Merece la pena destacar, por ejemplo, la figura del DJ Hans Castorp. El diseño de este personaje me parece reseñable. Hans Castorp fue un DJ que, supuestamente, actuaba a menudo en el célebre programa Crónicas Marcianas que emitía Telecinco en los años noventa. Se elabora de él una completa biografía y asistimos a su ascenso y caída a través de escenas in media res y de la reconstrucción de un pasado por completo ficcional (pues nunca existió un DJ llamado Hans Castorp que actuara en Crónicas Marcianas, según he investigado. Pero, ¿es eso importante?). No forma parte del núcleo de la trama que anuncia la contracubierta pero, a su vez, su figura crea una subtrama de gran calado en el conjunto de la obra y en referencia al personaje principal, Miguel. Está construido con parámetros vagamente míticos y su presencia aporta un aura al conjunto de la obra que puede facilita el calificarla, también, como generacional. Podemos enmarcar Autopsia en el contexto de los años noventa: se tratan temas específicos de aquella época como la cuestión de los Skin-heads que nos aterrorizaban cuando apenas éramos adolescentes, el nacimiento de Internet, y otros. Pero que una obra sea generacional o no me parece algo completamente secundario a la hora de calibrar su valor. 

 Uno no puede sino sospechar cuando le dicen en las fajas, en las patéticas reseñas de los suplementos culturales, que estamos ante el nuevo Faulkner, ante la nueva Woolf, ante la obra literaria del año, etc. Un crítico de La Vanguardia dijo de Miguel Serrano Larraz que es "el heredero de la chupa de Bolaño". La afirmación, expresada así, sin más, desde luego tiene su gracia. Pienso con ironía en Corazón Salvaje de David Lynch y en la frase aquélla que pronuncia Nicolas Cage y que todo escritor debería aplicarse: "Esta chaqueta es un símbolo de mi individualidad y de mi creencia en la libertad personal". Decir que Autopsia se parece a, por ejemplo, Los detectives salvajes de Bolaño, no me parece descabellado, pero sí una prueba más de que Bolaño y su literatura, la profunda renovación que significó su literatura, o bien no se ha comprendido, o bien se ha banalizado hasta extremos insospechados. Autopsia puede parecerse a Los detectives salvajes por el aura que desprende el conjunto del texto, pero poco más. Los personajes tienen algunos elementos en común con la obra de Bolaño y la obra mayor de McCarthy (un diseño plano, se definen por lo que hacen y su interioridad está muy limitada). Sin embargo, en el conjunto de la obra de Bolaño tienen otras características no observadas en Autopsia, como una vocación extrema por el movimiento hacia delante (en el sentido literal y simbólico: apenas sabemos quiénes son y de donde vienen, cosa que no creo que ocurra aquí) o la obsesión central por la búsqueda al estilo capitán Ahab. En la estructura no encuentro sino elementos superficiales que puedan asemejarse a la obra del chileno: sólo podría decirse que es fragmentaria e intricada, y en este sentido, lógicamente, podemos hallar influencias más atinadas en la narrativa anglosajona a partir de mediados del siglo XX. Por citar algo más: la vocación lírica en Miguel Serrano me parece más conceptual y menos emotiva que en Bolaño (y así podríamos seguir ad aeternum). Sugiero lo siguiente, para superar la ansiedad de las influencias: Autopsia comprende la tradición que la precede pero debe ser entendida per se y en sí misma. 

A modo de conclusión: tal vez pueda parecer que este libro me parece una cima narrativa en la literatura española. No lo creo. A pesar de demostrar la perfección de la que carece lo perfecto, encuentro debilidades en el conjunto, escenas narrativas que podrían estar mejor ejecutadas, por ejemplo, elucubraciones que funcionarían mejor con algo de poda, por decirlo así, y personajes que tal vez exijan más variantes (el padre, pienso). Lo que sí me parece es una excelente novela de un autor verdaderamente prometedor. Hay talento, hay fuerza y honestidad. Tengo mucho interés en seguir leyéndolo en adelante. Lo que quiero decir, en definitiva, es que es uno de los pocos autores españoles jóvenes que he leído que me parece capacitado para ejecutar esta cosa grandilocuente que algunos llaman -yo mismo he llamado- una cima narrativa de la literatura española, en el futuro.


Víctor Balcells Matas

"El móvil perpetuo. Historia de un invento", de Paul Scheerbart


«Cuanto mayor es la desesperación, tanto más cerca estamos de los dioses. Los dioses buscan forzarnos a que nos acerquemos cada vez más a la grandiosidad, y no tienen mejor método para hacerlo que recurrir a la miseria. Solo en la miseria crecen las grandes esperanzas y los grandes proyectos de futuro». 

Existe en España un amplio abanico de editoriales independientes que publican literatura de calidad. Tienen entre uno y tres trabajadores y lanzan en torno a diez títulos al año. Con recursos, por lo general, limitados, consiguen construir catálogos de primer nivel. Entre ellas, me llaman la atención, en particular, aquellas que han optado por ofrecer un muestrario ecléctico y dispar. Algunas, las mejores, logran que el lector confíe en el editor a ciegas, nos transmiten la seguridad de que, por raro que sea para nosotros, cada uno de sus libros merece la pena.

Este es el caso de Gallo Nero. En su catálogo vemos un interés predominante por lo anglosajón, pero también encontramos literatura sueca, francesa o japonesa, a autores tan dispares dentro de una misma tradición como Sherwood Anderson y Hunter S. Thompson. Algunas de las obras que publica Gallo Nero denotan un amplio proceso de investigación y estudio por parte del equipo editorial (que consta de una persona, según creo). Y eso es de aplaudir, pues el rescate de obra menor de autores principales requiere de mucha finura y perspicacia y si la cosa sale bien nos permite descubrir joyas alejadas de lo canónico (aunque eso no impide que yo siga creyendo en el canon y en su necesidad). Me llaman la atención, por otra parte, la serie de pequeños cuadernos, libros de bolsillo stricto sensu, que la editorial publica cada cierto tiempo con una vocación que supera cualquier perspectiva comercial. La correspondencia de Malcolm Lowry con su editor (que incluye la fabulosa carta que escribió en defensa de Bajo el volcán, uno de mis libros favoritos, por cierto) es un ejemplo de estricta labor de investigación, de buen gusto y de asunción consciente de que lo más importante aquí no es el dinero, sino el valor de difundir el documento. 




Así que recibí con estusiasmo El móvil perpetuo. Historia de un invento, de Paul Scheerbart, un libro de apenas cien páginas que es toda una delicia para los amantes de la historia de la ciencia y de la literatura apasionada. Pero pongámonos cómodos. Concedámonos el placer de demorarnos y extendernos a placer. Hablemos primero de física. ¿Qué es el móvil perpetuo? Para aquellos que nunca hayan escuchado esta expresión, es necesario decir que, sin duda, se trata de uno de los mayores anhelos de la física moderna. Un logro imposible que, de lograrse en algún momento, podría cambiar el curso entero de la humanidad. Perpetuum mobile, la expresión ya era conocida en la antigüedad y el problema era muy simple: ¿es posible crear una máquina capaz de funcionar eternamente después de un impulso inicial, sin necesidad de energía externa adicional? Hasta ahora, la física tiene la respuesta: no es posible crear semejante máquina porque su concepción viola la segunda ley de la termodinámica. La energía se disipa, por ejemplo en forma de calor, y ninguna máquina podría mantenerse en movimiento eternamente. 





Naturalmente, esta clase de retos han sido siempre un estímulo irrechazable para iluminados e intrépidos. Podemos recordar los siglos de estudio de otro problema irresoluble, el postulado de las paralelas o el quinto postulado de Euclides, para encontrar diversos hombres de ciencia que alcanzaron las cimas de la locura, que entregaron su vida, bienestar y tranquilidad en pos de una quimera. Queda una extensa literatura que lo atestigua (un ejemplo lo podemos encontrar en ciertos pasajes de Gödel, Escher, Bach, de Douglas Hofstadter). 

Paul Scheerbart pertenecía a esta ilustre estirpe de hombres. Escritor y poeta, había mostrado desde muy pronto cualidades de humanista: entre sus intereses figuraban otras disciplinas como la arquitectura (su ensayo Arquitectura de cristal llegó a tener cierta repercusión teórica en el ámbito de la arquitectura expresionista) o la física. En el caso de ésta, entregó dos años y medio de su vida a la gesta de inventar el móvil perpetuo, la máquina que habría de funcionar por sí sola eternamente. 

El libro de Gallo Nero recoge los textos que Schaabert utilizó para documentar los progresos de su investigación y que luego publicó en 1910. Aquí empieza la obra literaria. En primer lugar, se nos explica el concepto de máquina que Scheerbart ha ideado para engañar a la segunda ley de la termodinámica. La esencia de su idea tiene que ver con el aprovechamiento de la gravedad, una fuerza en sí misma perpetua según dice equívocamente el autor. El lector encontrará gráficos y explicaciones detalladas del proyecto. Como si de un juego se tratara, estos documentos invitan, en primera instancia, a tratar de descubrir dónde radica el fallo del invento de Schaabert. Con un poco de discernimiento, en seguida nos damos cuenta de que la máquina inventada por Schaabert nunca podrá ser una máquina de movimiento perpetuo. El fallo casi es pueril. 

Uno de los intrincados diseños de Schaabert


Pero estamos ante una obra literaria y no ante un ensayo sobre física. Lo interesante viene después: tras la explicación del ingenio, seguimos a Scheerbart a través de sus cavilaciones y encontramos en ellas breves destellos de genialidad, a una mente imaginativa y rebelde que, en ocasiones, demuestra una clarividencia sorprendente. 

«Afirmo aquí que lo europeos, y los alemanes en especial, muestran un excesivo respeto por sus eminentes hombres de ciencia ¡Excesivo! En cuanto alguien expresa una opinión medio sensata o inventa algo impresionante se le convierte en una autoridad». 

El esbozo, que luego desarrolla en sucesivas ideas, supone una dura crítica para la ciencia tal y como se entendía a principios del siglo XX, una época en la que tenía gran influencia el Catecismo positivista de Auguste Comte, según el cual la ciencia tiene que ver con los hechos y no con los valores. Fue Robert Merton, a quien Scheerbart menciona como científico que también buscó el móvil perpetuo, quien cuestionó la oposición entre hechos y valores, mucho más tarde, en 1942, y sucesivamente, a lo largo de la evolución de la filosofía de la ciencia, se adoptaron enfoques en los que parámetros como la originalidad empezaron a ser valorados (John Ziman, 2000). No sólo hechos, sino también algo más. A lo largo del siglo XX, por lo tanto, asistimos a una evolución del pensamiento científico (podemos recordar a Larry Laudan o Hilary Putnam) que Schaabert ya prefigura de manera tosca en este exquisito libro y que no es necesario desarrollar aquí. Las palabras del iluminado deben leerse entre líneas y no debe descartarse por exaltado su idealismo; nos habla de gigantescos jardines arquitectónicos, plantaciones en los desiertos y otras invenciones bajo las que subyacen valores como la originalidad y la amplitud de miras y la creencia en la viabilidad de lo imposible. 

El móvil perpetuo. Historia de un invento termina por ser un documento que entretiene por alocado y en ocasiones incluso delirante, y que al mismo tiempo ofrece una perspectiva y un contenido sobre el que cabe reflexionar en profundidad. Por otro lado, además de un libro de coleccionista, puede ser considerado un punto de partida para internarse en el apasionante mundo de las diatribas científicas y el imaginativo mundo de fronteras de la ciencia, donde la especulación libre puede semejarse, en cierta medida, al acto de la creación poética. 


Víctor Balcells Matas

"Un viaje a la India", de Gonzalo M. Tavares


      Un viaje a la India no es tanto una sorpresa en el mundo editorial como el recibo de las expectativas que Tavares había generado en la crítica europea. Primero se publicaron en castellano sus novelas Un hombre: Klaus KlumpEl señor Valery y El señor Henri, todas en el año 2006, a cargo de la editorial Mondadori y con una recepción exitosa. En el año 2007, Bibliotecas e Historias falsas, éstas con la editorial gijonesa Xórdica, y La máquina de Joseph Walser, otra vez a cargo de la editorial Mondadori, que luego publicaría en el año 2009 Jerusalen y Aprender a rezar en la era de la técnica, sus novelas mejor acogidas intramuros 





     Un hombre: Klaus Klump, Jerusalén y Aprender a rezar en la era de la técnica pertenecen a un compendio titulado El reino; El señor Valery y El señor Henri, a otro titulado El barrio; Un viaje a la India, al género de la epopeya, y no cuenta con ningún ejemplo en la obra de Tavares. Cada una de las diez novelas cortas que componen El barrio gira en torno a la trasposición imaginaria de un escritor, están ubicadas en un barrio innominable y llenas de dibujitos que ilustran textos fragmentarios, pero a la vez poseen un refinamiento formal que las vuelve divertidas, emotivas y asequibles. Las novelas que componen El reino, aun siendo menos transgresoras, comparten una voz narrativa de lo más depurada, optan por el fragmento en lugar de la unidad y, al igual que los escritores de El barrio, sus personajes guardan una relación descentrada con el mundo que los envuelve, sólo que ya no habitan un territorio hecho a medida. 

     Un viaje a la India cumple con el tesón vanguardista y con el cuidado estético, en lo estilístico, en lo formal y en lo conceptual, que Tavares ha privilegiado en cada obra suya, y potencia un aspecto que solía reducir al mínimo, el de la narratividad. El modo en que logra esto último es poco menos que un suicidio: reescribir una epopeya clásica, Los Luisiades, de Luís de Camôes, poeta del Renacimiento y baluarte de las letras portuguesas. Guarda su estructura en diez cantos, adecua sus contenidos al presente y centra todo el protagonismo en Bloom, que, como cualquiera de sus escritores o de los protagonistas de El reino, arrastra el germen de la contemporaneidad.  




      El guiño al Ulises, la novela de James Joyce cuyo personaje principal se apellida Bloom, no es gratuito y determina el vínculo que Un viaje a la India guarda con Los Lusíadas. Como sucedía en aquélla, Tavares vuelve a reescribir una obra fundacional de la que sólo queda un brevísimo esqueleto, el de la estructura en cantos y el de la forma versificada, con intención de significar el mundo del hombre contemporáneo en contraposición al de la antigüedad. No se comprenden ya los viajes de Vasco de Gama o las demás heroicidades que consolidaron la historia de Portugal, a menos que las confronten diametralmente las peripecias de Bloomun joven alienado, máximamente racional, sin valores morales, que ha cometido un asesinato y, de alguna manera, simboliza nuestro tiempo: 

[...] un asesino
premeditado y exitoso
tiene un sistema mental semejante
al que utiliza un empresario de éxito:
ambos son los meticulosos inventores del futuro.
Se preparan, trazan gráficos y tablas. 

     Tampoco ambiciona nuevas tierras ni exalta sus lazos de sangre lusa y en su viaje busca resultados de carácter espiritual:

Vamos a hablar de la hostilidad que Bloom, 
nuestro héroe, 
mostró con relación al pasado, 
rebelándose y partiendo de Lisboa 
para llegar a la India, donde buscó sabiduría y olvido. 
Y vamos a hablar de cómo al viaje 
se llevó un secreto y lo trajo, después, casi intacto


     En líneas generales, no hace más que socavar el problema de ¿cómo volver a solaparse con el mundo que nos envuelve, cuando, además, todo parece afectado por una industrialización y una tecnificación exageradas, “algunas marcas de coche son hoy / muchos más conocidas que el nombre / de Alejandro Magno. (¿Ese quién es? -dirían los más jóvenes.)", “el clima cambia menos en un año / que la fama de hombre en el mismo periodo” y “En la calle, el progreso había destruido las aceras”? 
    En cuanto a la voz narradora, está en consonancia con los tiempos que corren y recurre, una y otra vez, a la ironía, cuestiona su propio discurso, hace guiños a La Odisea o, en general, a los arquetípicos de la epopeya, e intercala pequeñas historias y digresiones filosóficas. Pero esto quizá sea previsible una vez conocido el pasado bibliográfico de Tavares y lo más peculiar de Un viaje a la India resulten su forma, la de la epopeya, y su personaje, Bloom.




     En resumidas cuentas, conviene aclarar que, junto a Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas y Antonio Lobo Antunes, Gonzalo Tavares está entre los pocos autores contemporáneos que ha rubricado un proyecto de vanguardia con visos de posteridad.


Iago Fernández


Los diarios de John Cheever / Fragmentos sobre literatura


Cuando un autor logra fascinarme, tiendo a leer toda su obra en conjunto y de forma consecutiva. Me empapo de su prosa, de su concepción del mundo, de sus tribulaciones. Este fue el caso de John Cheever. Sus relatos me asombraron, pasé a las novelas con idéntico resultado y acabé descompuesto o tiritando en medio de su obra más íntima y monumental: los diarios. 

El conjunto de los manuscritos que conformaban los diarios de John Cheever tenía entre tres y cuatro millones de palabras. Robert Gottlieb, su editor, tuvo que realizar una selección para dar forma a la obra que ha llegado hasta nosotros. Esto quiere decir, de entrada y a juzgar por el magnífico nivel literario del texto, que nos hemos perdido varios millones de palabras de un hombre que empezaba cada párrafo como yo entiendo que debe empezarse cada párrafo: jugando al límite con la posibilidad de equivocarse. 


El maestro aguarda la partida del tren

A John Cheever se le considera mejor escritor de relatos que de novelas. Aunque éstas últimas son meritorias (sobre todo El escándalo de los Wapshot y Bullet Park, a mi juicio) han sido definidas en ocasiones como irregulares. Es un adjetivo, según cómo se mire, acertado, pero no debería otorgársele un valor peyorativo. La aparente debilidad de Cheever en las estructuras de sus novelas tiene que ver, pienso, con la clara intención de ofrecer cambios de modulación muy bruscos. Hay cotas de intensidad altas y amplios valles opacos. El contraste que genera este tipo de construcción tiene sus ventajas a efectos de la emotividad y aunque sus obras no emanen la impresión de ser redondas, sí pueden dejar al lector profundamente conmocionado. Además, la composición estructural de dichas novelas puede ser señalada como irregular en tanto que, en ocasiones, pueden tomar la apariencia de acumulaciones consecutivas de relatos unidos entre sí, y no sería algo de extrañar si consideramos que el relato era el terreno predilecto de Cheever. Ahora bien, hay que insertar algunas de sus novelas, como es el caso de la propia Bullet Park, en una tradición literaria en la que otros autores contemporáneos habían tomado el camino de la experimentación (Barthelme o Barth) y no hay que descartar que Cheerver, aun siendo un escritor totalmente clásico, adoptara algunos parámetros constructivos y conceptuales de aquéllos.


En la actualidad, los Diarios han sido reeditados por RBA


Por otro lado, están los diarios. En el último año me he convertido en un lector asiduo de este género. Sobre todo de diarios íntimos que tuvieran cierta continuidad narrativa. Al leer los de Cheever me sorprendí pensando algo. Los personajes concebidos para la composición de una novela tienden a ser esquemáticos. Pocos escritores (pienso en Shakespeare, Flaubert o Proust, por ejemplo) logran construir personajes que trasciendan los rasgos definidos en el texto. Pero casi todos logran hacerlo en sus diarios íntimos si mantienen un nivel de sinceridad consigo mismos aceptable. Los propios personajes de las novelas o relatos de Cheever, si bien resultan verosímiles, consistentes y en ocasiones hasta poderosos, no son nada comparado con los personajes que describe a lo largo de los treinta años en que se enmarcan los diarios. En ellos el autor se centra, sobre todo, en él mismo y en los miembros de su familia. Son éstos, y pocos más, los personajes que desarrolla con profundidad psicológica. Y son perfectos. Hablar de ellos a lo largo de los años muestra de manera diáfana y pausada las sutilezas del cambio en una personalidad y en las relaciones entre personas, algo muy difícil de concebir en el terreno exclusivo de la imaginación y en un texto de corto recorrido. Al leer los diarios el lector puede percibir las motivaciones y los pequeños dramas que llevaron a Cheever al alcoholismo. Se puede seguir el ascenso y la caída de un amor, el de su mujer, con una intensidad y una claridad que pocas veces he visto en literatura. Podemos observar el desarrollo de su homosexualidad latente. El crecimiento de sus hijos. La enfermedad y el envejecimiento. Las transiciones son tan suaves y elegantes que uno tiene la impresión, en el caso de estos diarios en concreto, de estar leyendo una de las obras capitales del siglo XX. Porque además de consistencia, tiene estilo. Cheever es un portento en el ámbito del lirismo. Su poesía es contenida y sobria y se inserta sin dolor en su prosa, aunque a veces se permita algún exceso. Es intenso en el fraseo, incluso melodioso. Puede llegar a ser épico. Cualquier párrafo tomado al azar merece la pena, y eso debemos agradecérselo, también, al editor.



Otro aspecto importante referido al estilo: también él envejece. Me ha ocurrido con otros autores, y seguro que esta impresión es compartida: la fuerza e intensidad de las obras de juventud cede paso a una contención y una sobriedad que se hacen presentes a medida que pasan los años. Pocas son las excepciones y normalmente tienen que ver con la locura. Poder observar y analizar este cambio en un solo libro que abarca treinta años de escritura debe resultar de máximo interés para cualquiera que esté interesado en aprender a crear literatura y a disfrutar de ella. 

En conclusión, guardo los Diarios de John Cheever en un lugar destacado y a mano en mi biblioteca. Existe, sin duda, una afinidad entre su percepción de la vida y mi percepción de la vida, pero superando aquello que es estrictamente personal, encuentro en ellos argumentos suficientes para arrojarme a la lectura una y otra vez. No sólo se encuentran todas las claves para descifrar sus novelas y relatos. También se ofrece en ellos, despojado del tamiz de la ficción, el relato de una interioridad cuya sensibilidad perceptiva y cognitiva, en ocasiones, roza lo sublime. 


 II 

Como anexo a esta breve reseña he querido transcribir algunos pasajes de los diarios. Para la ocasión, he seleccionado aquellos pasajes estrictamente relacionados con el ámbito literario, es decir, aquellos pasajes en los que el autor habla de otro autor o de otras obras literarias. Los fragmentos transcritos se inscriben en un arco temporal que abarca desde finales de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta. Quiero subrayar con ellos la inteligencia de escritor que destila Cheever cuando habla de obras ajenas (Aquí se habla de Bellow, Hemingway, Kerouac, etc). No son comentarios ortodoxos, pero ofrecen apreciaciones de un nivel técnico, en ocasiones, extraordinario, y no carecen de belleza. Pienso que son muy disfrutables. No he copiado todos los fragmentos relacionados con el asunto con el único objetivo de invitar al lector a adentrarse en la lectura de los diarios y, sobre todo, para no incurrir en la así llamada vulneración de derechos. Los diarios los publica RBA. 

 Fragmentos 

Anoche vi la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo. M parece que es lo más decadente que he visto en las tablas, con jazz de tugurio o de burdel entre las escenas, un violoncelista tocando durante la obra, bisutería, un vestido de noche roto, una corona, un papel y el violoncelista que toca una balada obscena. Al mismo tiempo, Williams infunde al tema cierta universalidad y tras crear un hija del placer, hace que parezca, sin asomo de ironía, poseer un corazón puro. Hay mucho más; la maravillosa sensación de cautiverio en un apartamento sórdido y la belleza de la noche, aunque casi todos los sentimientos que evoca parecen próximos a la locura. Es decir, angustia… encierro, etcétera. Además, evita los lugares comunes y también los lugares poco comunes, con los que yo suelo tropezar, y trabaja de una forma que tiene pocas inhibiciones y ha escrito sus propias leyes. 

Muy complacido y emocionado por Los desnudos y los muertos, de Mailer. Me impresiona en particular su extensión. Durante la lectura, me desespera la limitación de mi talento. Me parece que con mis otoños rosados y mis crepúsculos invernales no soy de primera categoría. [le impresiona, según dice, el diseño psicológico de los personajes, cómo Mailer logra cambiar la opinión del lector sobre ellos a través de sus acciones]. 

He leído atentamente la novela de Saul Bellow (1949). Es la mezcla de francés y ruso que me gusta, la cucaracha y el papel despegado de la pared descritos con precisión y repugnancia. Creo que la fuerza principal de la obra es poética. En parte (“en pie sobre los huesos”, etc.) es mala poesía. Me parece que en parte es muy buena. Siempre me ha gustado la luz y me complacen sus descripciones. A través de las opciones desesperadas de mi desdichado espíritu he desarrollado y tratado de descartar un método detallista, pero el de Bellow es impresionante.  

[…] Y al salir de la casa tropiezo con Saul B. […] Durante la cena soy consciente de encontrarme bajo el mismo techo que Saul. Hablamos después de la cena, su presencia me gusta. Diría que es de mi talla, el pelo bastante canoso, y me parece sentir la delicadeza antaño trágica de la piel, la trágica vitalidad. Tiene la nariz un poco larga, sus ojos poseen (creo) el brillo alegre de la lascivia, advierto sus manos y la levedad de su voz. Entones salimos a caminar y no tengo nada que decir, pero recuerdo otras amistades profundas –R. y F.- y no tengo manera de juzgar mis sentimientos. Busco algún precedente de dos escritores con intereses comunes y una fuerza atracción mutua. Jamás le desearía mala suerte; jamás desearía ser su acólito. 

Mis primeras impresiones sobre el libro de Kerouac (1958) son: no es bueno; la mayor parte de sus tonos o efectos provienen de los verdaderos exploradores, como Saul; las imágenes apocalípticas no son buenas, no están iluminadas por el verdadero talento, el sentimiento profundo, la visión. Me agrada pescarle en situación deventajosa, sumar los hechos, lo que reflejaría mi falta de inocencia. […] Para hacer una comparación grosera, el estilo tiene las ventajas de la pintura abstracta. Cuando abandonamos la lucidez, de vez en cuando recibimos la capacidad de hacer asociaciones más amplias. La vida es caótica, de manera que podemos expresarla en términos caóticos. 

Comida en el Plaza. Truman Capote está en el bar reservado a los hombres. Con sus mechas teñidas de rubio, su voz afeminada y su risa de barítono, parece una cocotte. No parece una pose fácil de adoptar, pero al mismo tiempo debe de ser una forma restringida de vivir la vida. Diría que desierta más curiosidad que intolerancia. 

Leo Where Angels Fear to Tread (E.M. Forster). Cuando escribe sobre el amor a la belleza y el amor a la verdad, escribe con pureza y elocuencia, y nos parece estar en un lugar exaltado; en realidad, vemos a dos solteronas y un varón inmaduro secuestrar a un niño y causar su muerte. La muerte del niño parece gratuita y repugnante, y creo que en la ficción, como en la vida, no podemos, sin buenos motivos, matar a los inocentes, perseguir a los indefensos y los débiles, o hablar con malicia vana. Posee distinción, cierta elegancia. Recuerdo que se ha criticado la presunta vulgaridad de mi prosa. Si es vulgar, y tal vez lo sea, se trata de una vulgaridad honrada, incurable o congénita, próxima a mi corazón. Pero cuando habla de la invencibilidad de la sociedad, envidio su lucidez; nuevamente, cuando describe la visión, no recuerdo cómo, de la naturaleza de nuestras transacciones aquí como prueba de lo que el hombre podría alcanzar. Lo descubro en el acto de forjar un epigrama sobre los sacramentos, es decir, que no son los hechos que no deben ser. No soy muy coherente cuando me falta el tabaco.

Sigue la canícula. Leo el libro de Hemingway (París era una fiesta). Suscita esos sentimientos ambiguos que padecemos cuando una parte intacta de la adolescencia choca con el hombre en que nos hemos convertido. Cuando era joven, su obra me absorbía por completo. Imitaba su personalidad y su estilo. Escribe con la eléctrica distorsión que genera la ilusión de una visión particular; es decir, rompe y rehace los ritmos habituales de la introspección. Me parece que sus observaciones sobre la polla de Scott son de mal gusto, lo mismo que la pelea de Stein con su amiga. Por alguna razón me turban sus alusiones a ir andando sobre nieve seca y a hacer el amor. 

Ayer por la manaña Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre. Recuerdo una vez que saló a pasear por las calles de Boston después de leer un libro suyo y vi el color del cielo, las caras de los extraños y los olores de la ciudad estaban acentuados y dramatizados. Lo más importante que hizo fue legitimar el valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra, esa obra exaltada por exploradores y otros hasta hacerla parecer fraudulenta. Plasmó una visión inmensa de amor y amistad, golondrinas y el ruido de la lluvia. No hubo jamás, en mi generación, nadie comparable a él. 

A las once y media aparece Saul Bellow. El rostro bello, pálido, los ojos desusadamente grandes, sobre todo el blanco… y para mí, com en ocasiones para un extraño en el tren, la sensación profunda y turbadora de parentesco. […] No es una despedida ni una presentación; pero cuando cruza el salón para despedirse, mi instinto me dice que lo retenga aunque sea con ruegos, y eso que cuando estoy con él parece como si no tuviera mucho que decir. Está a punto de terminar una nueva novela y yo no. 

Anoche leí a Katherine Anne. Qué bien expresa su esencia, el ingenio, el estilo didáctico, los atractivos de la elegancia. Se sujeta las chinelas, sacude los pliegues de su vestido plateado y se ajusta el cinturón al arrancar con una nota áspera, dominante. Es un estilo muy femenino, pero sólido. En algunas escenas emotivas logra un equilibrio muy exacto entre el ritardando de la observación y el fluir de los sentimientos. 

Víctor Balcells Matas

Literatura y Zoofilia. "Amor Burgués", de Vicente Muñoz Puelles


El mercado de los Encantes fue, hasta hace poco, el lugar idóneo para encontrar libros de segunda mano. Había un cobertizo, regentado por un señor calvo aficionado al fútbol, en el que se amontonaban pilas de libros. Su precio: un euro. Pero cuando descubrimos que el ayuntamiento estaba construyendo un nuevo mercado junto al antiguo, temimos lo peor. Una mañana le preguntamos al regente del puesto de libros qué pasaría con el cobertizo y con toda aquella montaña de obras, tratados y ensayos, y nos dijo que el espacio iba a seguir existiendo pero que le habían asignado un espacio por lo menos tres veces más pequeño. No hace falta señalar de manera lacrimógena que los libros ya no son una mercancía de primera magnitud. Mejor mantener un triste desconsuelo, a lo aristócrata decadente.

En cualquier caso, la última visita que realizamos al mercado antiguo antes de su traslado (que, según creo, ya se ha ejecutado), fue bastante provechosa. En una de las mesas encontré casi toda la colección completa de La sonrisa vertical, una colección de literatura erótica que publicó Tusquets hace ya más de una década. No pude llevarme todos los libros, no me cabían en la mochila, así que escogí aquellos que sabía que no volvería a encontrar fácilmente. Es decir, deseché al Marqués de Sade y me quedé con piezas tan bizarras como Elogio de la azotaina o el libro que hoy nos ocupa: Amor Burgués, de Vicente Muñoz Puelles.




Por afinidad, me interesa la categoría "amor" y la categoría "burgués". Lo primero debido a una vocación y lo segundo debido a una herencia. Esperaba, por lo tanto, encontrar algo reconocible y cercano en ese libro y no tardé en lanzarme a leerlo. Arranca así:

Imaginó que era un caballo y que, abandonando su funda, la verga se le empinaba hasta ponerse totalmente erecta y le golpeaba el vientre con la intermitencia de los latidos, y que ella se arremangaba la falda y con dedos tentaculares se colocaba el negro pene como un obús entre los muslos, y que su crica se abría totalmente, roja y húmeda como una granada, y se convulsionaba con el roce,  jadeando como una campana o una gaviota epiléptica, ahora su delta era un río en plena crecida, la súbita contracción del vientre antes del clímax, piel de tambor, y ella se corría una vez y luego otra mientras el mango rígido como un candelabro pero más grueso se deslizaba aguanoso e hinchado como un domo y frotaba, resbalaba, buceaba, un puñado de sangre tras la inminente culminación, pero ella era ahora una yegua, sus muslos un cálido estuche guardado entre grupas, y creyó oír un loco relincho al eyacular como un geiser, denso y abundante.
Resulta difícil evaluar el valor literario de un fragmento, por definirlo de alguna manera, cachondo. Aunque el arranque del periodo evoca los turbios actos de la zoofilia, el autor logra por un proceso de desfamiliarización remitirnos al terso cuerpo de la mujer en el acto. Me pareció un primer párrafo meritorio. Eché en falta ciertos recursos que hubiesen reforzado su ritmo, como el uso del punto y coma (en general, a lo largo de la novela, es testimonial y subordinado), pero el tema y su culminación obnubilaron mi sentido crítico. El exceso lírico que destila el pasaje (Por ejemplo, gaviota epiléptica) lo acepté en la medida en que acepté esa circunstancia, incluso lo disfruté.

El fragmento que sigue a este pasaje ayuda a situar el tema del libro. Entre las ruinas de Knossos, en Creta, casa del minotauro, la policía encuentra a un hombre moribundo envuelto en una sábana. En la comisaría, el individuo es incapaz de pronunciar palabras en idiomas conocidos y se limita a trazar signos sobre un papel que recuerdan, claramente, a la escritura lineal A. En Amor Burgués descubriremos cuál es la historia de este hombre que acabó entre las ruinas cretenses. Los elementos ofrecidos en las primeras páginas nos sitúan claramente en cuanto al tema: el amor o deseo por los animales.




En la mitología griega existe una referencia clara al tema (podemos encontrar variantes sincréticas en otras mitologías, claro). Hablo de Pasífae y su fatal pasión. Tal y como se conoce el mito en su variante más aceptada, Minos, rey legendario de Creta, se había casado con Pasífae, hija de aristócratas. Dentro del contexto religioso pagano, los cretenses tenían por costumbre sacrificar animales a los dioses. Sin embargo, en una ocasión, Minos se negó a sacrificar, en honor a Posidón, un toro blanco y hermoso que el dios les había enviado. Como represalia por semejante oprobio, Posidón hechizó a Pasífae y provocó que ésta se enamorara del toro. Para conseguir unirse al animal, en su amor obcecado, Pasífae pidió ayuda a Dédalo, el famoso artesano. Éste le fabricó, para la ocasión, una vaca de madera hueca que cubrió con cuero vacuno. Puso unas ruedas ocultas en las pezuñas y la empujó a los pastizales cerca de Gortina, donde el toro de Posidón pacía a sus anchas. La parte trasera de la vaca mecánica contaba con unas puertas plegables para facilitar la cópula, de modo que Pasífae, introducida en la vaca, tan sólo tuvo que abrirlas de par en par y esperar la acometida del toro. De ese ayuntamiento carnal nació el Minotauro.

Robert Graves, en su libro sobre los mitos griegos, hace un comentario que aclara el sentido simbólico de esta historia:

Dado que Pasífae, según Pausanias (III.26.1), es un título de la Luna, y que Itona, su otro nombre, es un título de Atenea como hacedora de lluvia (IX,34,1), el mito de Pasifae y el toro apunta a un matrimonio ritual bajo un roble entre la sacerdotisa de la luna llevando cuernos de vaca y el rey Minos con máscara de toro.

El tiempo desfiguró el rito para convertirlo en mito. Este rito, según narran otras fuentes, estaba relacionado con la danza. Según cuenta la historia, Minos consultó al Oráculo para saber cómo evitar el escándalo derivado de la traición animal de su hija, y recibió como consejo esta frase: "¡Da instrucciones a Dédalo para que te construya un retiro en Knossos!". Así, Dédalo es el encargado de construir el edificio que esconderá el misterio (el rito) y la vergüenza (Asterio, el minotauro). Este es el comentario de Roberto Calasso:

Dédalo construye el objeto inanimado que le permite a Pasifae ser poseída por el toro, y luego tendrá que construir el laberinto, otro objeto inanimado, para ocultar al hijo. Ya no se podía acceder a las formas y regresar. Es necesario construir objetos y generar monstruos para que siga reinando el poder de la metamorfosis, pues ya está gastado y rasgado el velo epifánico.

Fabuloso.




Volvamos al libro, Amor Burgués. Que el narrador arranque con el protagonista imaginando que copula con un caballo y que, seguidamente, a través de una prolepsis notable, lo sitúe hecho un despojo en el mismo palacio de Knossos es una forma exacta, sugerente y técnicamente atractiva, de acotar la historia en torno a un tema. Como en muchas otras novelas, el final es revelado al principio. Lo único que interesa a partir de ahora, de acuerdo con Calasso, es ver cómo se traza y descubre, en el libro, el poder de la metamorfosis, y si existe en él cierto vigor epifánico. Cómo un hombre tipo, de clase media, llega a desear hasta el paroxismo los miembros animales y acaba en el epicentro fundacional de esa unión.

El protagonista de Amor Burgués tiene serias dificultades para lograr erecciones cuando está junto a una mujer. Este es el núcleo del conflicto que se desarrolla en el libro: la impotencia, sus razones, las diversas relaciones truncadas y cierta predilección naciente y sexual por los animales. Pero no me interesa desvelar la trama. Existe en esta obra tanta sutileza como tosquedad. El lector de Amor Burgués disfrutará mucho con ciertos pasajes, pero en el cómputo global no podrá sino señalar que la gran carencia, salta a la luz, es la estructura. El conflicto central no es lo suficientemente poderoso y la pretensión de unidad del texto se deshilacha pasada la mitad del libro en sucesivas escenas que no aportan nada nuevo al conjunto. Amor burgués peca, más bien, de falta de variantes y de una medición incorrecta de los tempos en el desarrollo del conflicto. Ahora bien, hay elementos meritorios. Entre ellos, el estilo desenfadado, irónico y agresivo. En las distancias cortas -determinados pasajes- el lector puede encontrar motivos para el disfrute si siente interés por el tema de la zoofilia. No creo, por otra parte, que este libro deba ser juzgado como si de una obra de primera magnitud se tratara.

-Voy a confesártelo todo -dijo él-. A los once años me enteré de que, según algunos intérpretes rabínicos, Adán había mantenido relaciones sexuales con cada animal del paraíso terrenal, antes de que a Dios se le ocurriera crear a Eva; a los trece años leí una esclarecedora historia de Roma y supe que en el Coliseo se entrenaba a jabalíes, cebras, jirafas, caballos, toros, leopardos, guepardos, monos para copular con mujeres y que luego se ofrecían espectáculos de bestialismo sobre la arena, recuerdo que Juvenal cita al cocodrilo, que posee dos penes (diphallus), y al oso como amantes de las damas romanas; a los quince me informé de que, entre algunos pueblos africanos, el coito con la primera pieza cobrada es obligatorio, una reliquia de ideas totémicas, así se apacigua el mal; a los diecisiete contemplé dibujos obscenos: un pulpo mordiendo con su pico de loro el sexo de una japonesa, un caballo fornicando con una dama hindú, otra mujer mamando el pene de un canguro; a los diecinueve un árabe me insinuó, con voz acariciante, que el peregrinaje a La Meca no era perfecto si uno no se ayuntaba en el camino con el camello que le llevaba, ¡pero Allah sabe más!; fue a los veintiuno cuando descubrí que la zarina Catalina II había muerto al sentarse sobre ella el caballo que la estaba jodiendo; a los veintitrés me sorprendió averiguar que, de cerca de seis mil mujeres estadounidenses, sólo veinticinco preferían animales, generalmente, perros, a sus maridos; a los veinticinco estaba dormido desnudo cerca de la ventana por donde entraba el sol, escucha ahora atentamente, cuando me despertó un espasmo dulce y solitario, y vi al perro de unos vecinos, que había quedado a mi cuidado, lamiéndome el pene erecto como un hueso, lo aparté, pero ya me había derramado, no me desprecies; la luz vesperal inundaba la bañera cuando, a los veintisiete años, corté las alas a una mosca y la dejé girar sobre una isla de mi glande erecto, cercado de agua caliente, el chorro la proyectó como al hombre cañón de un circo; escucha, a los veintinueve aprendí un truco oriental; penetré a una oca y, en el momento de la eyaculación, la decapité para aprovechar las últimas contracciones del esfínter y el aumento de temperatura que se produce en los decapitados, avisodomía lo llaman.

El lector estará de acuerdo en lo siguiente: el fragmento llama la atención, busca la intensidad efectista de la provocación. Posee dosis de conocimiento apócrifo cuanto menos curiosas, destila con claridad las predilecciones del narrador/protagonista y se construye con una sola frase en la que corroboramos un dominio impreciso de la puntuación a efectos del ritmo.

Ese ímpetu en el desarrollo de los párrafos es el que sostiene a la novela hasta el final, esos pequeños hallazgos literarios / argumentales / cognitivos e incluso líricos que puntean toda la trama son los elementos que aportan valor al texto. Una buena lectura veraniega.


Víctor Balcells Matas


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