Los diarios de John Cheever / Fragmentos sobre literatura


Cuando un autor logra fascinarme, tiendo a leer toda su obra en conjunto y de forma consecutiva. Me empapo de su prosa, de su concepción del mundo, de sus tribulaciones. Este fue el caso de John Cheever. Sus relatos me asombraron, pasé a las novelas con idéntico resultado y acabé descompuesto o tiritando en medio de su obra más íntima y monumental: los diarios. 

El conjunto de los manuscritos que conformaban los diarios de John Cheever tenía entre tres y cuatro millones de palabras. Robert Gottlieb, su editor, tuvo que realizar una selección para dar forma a la obra que ha llegado hasta nosotros. Esto quiere decir, de entrada y a juzgar por el magnífico nivel literario del texto, que nos hemos perdido varios millones de palabras de un hombre que empezaba cada párrafo como yo entiendo que debe empezarse cada párrafo: jugando al límite con la posibilidad de equivocarse. 


El maestro aguarda la partida del tren

A John Cheever se le considera mejor escritor de relatos que de novelas. Aunque éstas últimas son meritorias (sobre todo El escándalo de los Wapshot y Bullet Park, a mi juicio) han sido definidas en ocasiones como irregulares. Es un adjetivo, según cómo se mire, acertado, pero no debería otorgársele un valor peyorativo. La aparente debilidad de Cheever en las estructuras de sus novelas tiene que ver, pienso, con la clara intención de ofrecer cambios de modulación muy bruscos. Hay cotas de intensidad altas y amplios valles opacos. El contraste que genera este tipo de construcción tiene sus ventajas a efectos de la emotividad y aunque sus obras no emanen la impresión de ser redondas, sí pueden dejar al lector profundamente conmocionado. Además, la composición estructural de dichas novelas puede ser señalada como irregular en tanto que, en ocasiones, pueden tomar la apariencia de acumulaciones consecutivas de relatos unidos entre sí, y no sería algo de extrañar si consideramos que el relato era el terreno predilecto de Cheever. Ahora bien, hay que insertar algunas de sus novelas, como es el caso de la propia Bullet Park, en una tradición literaria en la que otros autores contemporáneos habían tomado el camino de la experimentación (Barthelme o Barth) y no hay que descartar que Cheerver, aun siendo un escritor totalmente clásico, adoptara algunos parámetros constructivos y conceptuales de aquéllos.


En la actualidad, los Diarios han sido reeditados por RBA


Por otro lado, están los diarios. En el último año me he convertido en un lector asiduo de este género. Sobre todo de diarios íntimos que tuvieran cierta continuidad narrativa. Al leer los de Cheever me sorprendí pensando algo. Los personajes concebidos para la composición de una novela tienden a ser esquemáticos. Pocos escritores (pienso en Shakespeare, Flaubert o Proust, por ejemplo) logran construir personajes que trasciendan los rasgos definidos en el texto. Pero casi todos logran hacerlo en sus diarios íntimos si mantienen un nivel de sinceridad consigo mismos aceptable. Los propios personajes de las novelas o relatos de Cheever, si bien resultan verosímiles, consistentes y en ocasiones hasta poderosos, no son nada comparado con los personajes que describe a lo largo de los treinta años en que se enmarcan los diarios. En ellos el autor se centra, sobre todo, en él mismo y en los miembros de su familia. Son éstos, y pocos más, los personajes que desarrolla con profundidad psicológica. Y son perfectos. Hablar de ellos a lo largo de los años muestra de manera diáfana y pausada las sutilezas del cambio en una personalidad y en las relaciones entre personas, algo muy difícil de concebir en el terreno exclusivo de la imaginación y en un texto de corto recorrido. Al leer los diarios el lector puede percibir las motivaciones y los pequeños dramas que llevaron a Cheever al alcoholismo. Se puede seguir el ascenso y la caída de un amor, el de su mujer, con una intensidad y una claridad que pocas veces he visto en literatura. Podemos observar el desarrollo de su homosexualidad latente. El crecimiento de sus hijos. La enfermedad y el envejecimiento. Las transiciones son tan suaves y elegantes que uno tiene la impresión, en el caso de estos diarios en concreto, de estar leyendo una de las obras capitales del siglo XX. Porque además de consistencia, tiene estilo. Cheever es un portento en el ámbito del lirismo. Su poesía es contenida y sobria y se inserta sin dolor en su prosa, aunque a veces se permita algún exceso. Es intenso en el fraseo, incluso melodioso. Puede llegar a ser épico. Cualquier párrafo tomado al azar merece la pena, y eso debemos agradecérselo, también, al editor.



Otro aspecto importante referido al estilo: también él envejece. Me ha ocurrido con otros autores, y seguro que esta impresión es compartida: la fuerza e intensidad de las obras de juventud cede paso a una contención y una sobriedad que se hacen presentes a medida que pasan los años. Pocas son las excepciones y normalmente tienen que ver con la locura. Poder observar y analizar este cambio en un solo libro que abarca treinta años de escritura debe resultar de máximo interés para cualquiera que esté interesado en aprender a crear literatura y a disfrutar de ella. 

En conclusión, guardo los Diarios de John Cheever en un lugar destacado y a mano en mi biblioteca. Existe, sin duda, una afinidad entre su percepción de la vida y mi percepción de la vida, pero superando aquello que es estrictamente personal, encuentro en ellos argumentos suficientes para arrojarme a la lectura una y otra vez. No sólo se encuentran todas las claves para descifrar sus novelas y relatos. También se ofrece en ellos, despojado del tamiz de la ficción, el relato de una interioridad cuya sensibilidad perceptiva y cognitiva, en ocasiones, roza lo sublime. 


 II 

Como anexo a esta breve reseña he querido transcribir algunos pasajes de los diarios. Para la ocasión, he seleccionado aquellos pasajes estrictamente relacionados con el ámbito literario, es decir, aquellos pasajes en los que el autor habla de otro autor o de otras obras literarias. Los fragmentos transcritos se inscriben en un arco temporal que abarca desde finales de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta. Quiero subrayar con ellos la inteligencia de escritor que destila Cheever cuando habla de obras ajenas (Aquí se habla de Bellow, Hemingway, Kerouac, etc). No son comentarios ortodoxos, pero ofrecen apreciaciones de un nivel técnico, en ocasiones, extraordinario, y no carecen de belleza. Pienso que son muy disfrutables. No he copiado todos los fragmentos relacionados con el asunto con el único objetivo de invitar al lector a adentrarse en la lectura de los diarios y, sobre todo, para no incurrir en la así llamada vulneración de derechos. Los diarios los publica RBA. 

 Fragmentos 

Anoche vi la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo. M parece que es lo más decadente que he visto en las tablas, con jazz de tugurio o de burdel entre las escenas, un violoncelista tocando durante la obra, bisutería, un vestido de noche roto, una corona, un papel y el violoncelista que toca una balada obscena. Al mismo tiempo, Williams infunde al tema cierta universalidad y tras crear un hija del placer, hace que parezca, sin asomo de ironía, poseer un corazón puro. Hay mucho más; la maravillosa sensación de cautiverio en un apartamento sórdido y la belleza de la noche, aunque casi todos los sentimientos que evoca parecen próximos a la locura. Es decir, angustia… encierro, etcétera. Además, evita los lugares comunes y también los lugares poco comunes, con los que yo suelo tropezar, y trabaja de una forma que tiene pocas inhibiciones y ha escrito sus propias leyes. 

Muy complacido y emocionado por Los desnudos y los muertos, de Mailer. Me impresiona en particular su extensión. Durante la lectura, me desespera la limitación de mi talento. Me parece que con mis otoños rosados y mis crepúsculos invernales no soy de primera categoría. [le impresiona, según dice, el diseño psicológico de los personajes, cómo Mailer logra cambiar la opinión del lector sobre ellos a través de sus acciones]. 

He leído atentamente la novela de Saul Bellow (1949). Es la mezcla de francés y ruso que me gusta, la cucaracha y el papel despegado de la pared descritos con precisión y repugnancia. Creo que la fuerza principal de la obra es poética. En parte (“en pie sobre los huesos”, etc.) es mala poesía. Me parece que en parte es muy buena. Siempre me ha gustado la luz y me complacen sus descripciones. A través de las opciones desesperadas de mi desdichado espíritu he desarrollado y tratado de descartar un método detallista, pero el de Bellow es impresionante.  

[…] Y al salir de la casa tropiezo con Saul B. […] Durante la cena soy consciente de encontrarme bajo el mismo techo que Saul. Hablamos después de la cena, su presencia me gusta. Diría que es de mi talla, el pelo bastante canoso, y me parece sentir la delicadeza antaño trágica de la piel, la trágica vitalidad. Tiene la nariz un poco larga, sus ojos poseen (creo) el brillo alegre de la lascivia, advierto sus manos y la levedad de su voz. Entones salimos a caminar y no tengo nada que decir, pero recuerdo otras amistades profundas –R. y F.- y no tengo manera de juzgar mis sentimientos. Busco algún precedente de dos escritores con intereses comunes y una fuerza atracción mutua. Jamás le desearía mala suerte; jamás desearía ser su acólito. 

Mis primeras impresiones sobre el libro de Kerouac (1958) son: no es bueno; la mayor parte de sus tonos o efectos provienen de los verdaderos exploradores, como Saul; las imágenes apocalípticas no son buenas, no están iluminadas por el verdadero talento, el sentimiento profundo, la visión. Me agrada pescarle en situación deventajosa, sumar los hechos, lo que reflejaría mi falta de inocencia. […] Para hacer una comparación grosera, el estilo tiene las ventajas de la pintura abstracta. Cuando abandonamos la lucidez, de vez en cuando recibimos la capacidad de hacer asociaciones más amplias. La vida es caótica, de manera que podemos expresarla en términos caóticos. 

Comida en el Plaza. Truman Capote está en el bar reservado a los hombres. Con sus mechas teñidas de rubio, su voz afeminada y su risa de barítono, parece una cocotte. No parece una pose fácil de adoptar, pero al mismo tiempo debe de ser una forma restringida de vivir la vida. Diría que desierta más curiosidad que intolerancia. 

Leo Where Angels Fear to Tread (E.M. Forster). Cuando escribe sobre el amor a la belleza y el amor a la verdad, escribe con pureza y elocuencia, y nos parece estar en un lugar exaltado; en realidad, vemos a dos solteronas y un varón inmaduro secuestrar a un niño y causar su muerte. La muerte del niño parece gratuita y repugnante, y creo que en la ficción, como en la vida, no podemos, sin buenos motivos, matar a los inocentes, perseguir a los indefensos y los débiles, o hablar con malicia vana. Posee distinción, cierta elegancia. Recuerdo que se ha criticado la presunta vulgaridad de mi prosa. Si es vulgar, y tal vez lo sea, se trata de una vulgaridad honrada, incurable o congénita, próxima a mi corazón. Pero cuando habla de la invencibilidad de la sociedad, envidio su lucidez; nuevamente, cuando describe la visión, no recuerdo cómo, de la naturaleza de nuestras transacciones aquí como prueba de lo que el hombre podría alcanzar. Lo descubro en el acto de forjar un epigrama sobre los sacramentos, es decir, que no son los hechos que no deben ser. No soy muy coherente cuando me falta el tabaco.

Sigue la canícula. Leo el libro de Hemingway (París era una fiesta). Suscita esos sentimientos ambiguos que padecemos cuando una parte intacta de la adolescencia choca con el hombre en que nos hemos convertido. Cuando era joven, su obra me absorbía por completo. Imitaba su personalidad y su estilo. Escribe con la eléctrica distorsión que genera la ilusión de una visión particular; es decir, rompe y rehace los ritmos habituales de la introspección. Me parece que sus observaciones sobre la polla de Scott son de mal gusto, lo mismo que la pelea de Stein con su amiga. Por alguna razón me turban sus alusiones a ir andando sobre nieve seca y a hacer el amor. 

Ayer por la manaña Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre. Recuerdo una vez que saló a pasear por las calles de Boston después de leer un libro suyo y vi el color del cielo, las caras de los extraños y los olores de la ciudad estaban acentuados y dramatizados. Lo más importante que hizo fue legitimar el valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra, esa obra exaltada por exploradores y otros hasta hacerla parecer fraudulenta. Plasmó una visión inmensa de amor y amistad, golondrinas y el ruido de la lluvia. No hubo jamás, en mi generación, nadie comparable a él. 

A las once y media aparece Saul Bellow. El rostro bello, pálido, los ojos desusadamente grandes, sobre todo el blanco… y para mí, com en ocasiones para un extraño en el tren, la sensación profunda y turbadora de parentesco. […] No es una despedida ni una presentación; pero cuando cruza el salón para despedirse, mi instinto me dice que lo retenga aunque sea con ruegos, y eso que cuando estoy con él parece como si no tuviera mucho que decir. Está a punto de terminar una nueva novela y yo no. 

Anoche leí a Katherine Anne. Qué bien expresa su esencia, el ingenio, el estilo didáctico, los atractivos de la elegancia. Se sujeta las chinelas, sacude los pliegues de su vestido plateado y se ajusta el cinturón al arrancar con una nota áspera, dominante. Es un estilo muy femenino, pero sólido. En algunas escenas emotivas logra un equilibrio muy exacto entre el ritardando de la observación y el fluir de los sentimientos. 

Víctor Balcells Matas

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