Un pensamiento dedicado a Jane Eyre


Entre los personajes femeninos más relevantes de la literatura occidental, Emma Bovary, de Gustave Flaubert, Jane Eyre, de Charlotte Brontë, y Pamela Andrews, de Samuel Richardson, van cogidos de la mano aunque no se parezcan demasiado unos a otros. Emma Bovary es artera, veleidosa y egoísta; Jane Eyre, al contrario, hacendosa, resignada y compasiva. La primera observa el mundo desde un idealismo trágico que la conduce a una muerte precoz y la segunda, desde un materialismo igualmente trágico pero que la predispone para una felicidad hogareña. En cuanto a Pamela Andrews, combina el carácter voluntarioso de Jane Eyre con la cosmovisión idealista de Emma Bovary al encarnar un modelo de virtud cristiana. Y su destino es vivir una felicidad impoluta que, además, transforma beatíficamente su entorno inmediato. Respecto a sus parecidos físicos, Emma es una joven bonita, Jane, una mujer desfavorecida y Pamela, una niña seráfica.  
     Así nos figuramos, más o menos, a las tres protagonistas luego de una primera lectura.


Jane Eyre, en un fotograma de película.

     Pero todas comparten dos rasgos de carácter sin los cuales nunca preservarían sus diferencias: el individualismo y la tenacidad. Emma Bovary no para de buscar un amor ideal que colme sus expectativas ni ante la pérdida de la familia, de la respetabilidad o de la hacienda. Pamela Andrews conserva su castidad por encima de cualquier padecimiento que Mr. B le haya infligido, incluso del amor que logra inspirarle. Y Jane Eyre opta por mendigar de condado en condado antes que vivir como la esposa de Edward Rochester al descubrir sus antiguas nupcias con Berta Mason. Su desenvoltura, sin embargo, es particular. Hasta el punto en que abandona Thornfield, muestra una determinación semejante a la de Pamela Andrews o Emma Bovary en caso de hacer lo que considera correcto. De ahí en adelante, la experiencia del vagabundeo, el abandono y el hambre modifica su visión del mundo en tanto que sus compañeras continúan su desarrollo en línea recta. 
     Una vez finaliza su vagabundeo, se instala en Moor house y sucede lo siguiente: el primo St John pide su mano; tras muchos titubeos, Jane Eyre lo rechaza, St John se enfada considerablemente y ella vuelve con el viejo Rochester. ¿Qué ha ocurrido en la estructura de su pensamiento para considerar que lo adecuado era remontar el camino, desdecirse y perdonarlo; qué le ha enseñado el oprobio de los demás y el reencuentro con su propia familia? Diría que a trascender su propia individualidad. Lo cual no significa que haya dejado a un lado su tenacidad o su individualismo, sino que ahora los fundamenta en comprender cualquier actitud que sea íntegra, desinteresada y nazca del convencimiento personal.   
     Cito sus palabras:

Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, im­ponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y ma­jestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su ayudante, su camarada, cru­zar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emu­lar su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su per­sonalidad, pero conservando libres mi corazón y mi ce­rebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos senti­mientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable.

 Que continúan unas hojas por delante: 

Comprendí que, si me hubiese casado con él, aquel hombre bueno y puro como el agua de un profundo ma­nantial, me hubiese matado en poco tiempo sin verter una sola gota de mi sangre y sin que su conciencia, clara como el cristal, experimentase el más leve remordimien­to. Lo comprendí, sobre todo, cuando intenté una re­conciliación. Él no experimentaba compasión alguna, y ni le disgustaba el desacuerdo ni le agradaba el reconci­liarse. Más de una vez mis lágrimas cayeron en la página sobre la que ambos estábamos inclinados, sin que le hi­ciesen más efecto que si su corazón hubiera sido de pie­dra o metal; sin embargo, con sus hermanas era más afectuoso que de costumbre, como para hacerme notar más vivamente el contraste. Estoy segura de que lo ha­cia así, no por maldad, sino por principio. 

     Y culminan con que: 

Todo hombre de talento, posea senti­mientos o no, sea déspota, ambicioso o lo que fuere, siem­pre que lo sea con sinceridad, tiene momentos sublimes.

     Una sentencia que Pamela Andrews o Emma Bovary nunca podrían sostener salvo en los límites de su personalidad.


Iago Fernández


2 comentarios:

  1. No leí Pamela Andrews. Pero me vienen a la cabeza luego de leer tu artículo otros dos personajes que, creo, comparten algunas de estas características: la ciclotímica Catherine, de Cumbres Borrascosas (una de las novelas que más he disfrutado entre las clásicas) y, la para mí indescriptible, Anna Karenina. O quizá estoy confundiéndolo todo...

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  2. Si hablamos de literatura occidental y de personajes femeninos relevantes,yo echo de menos Ana Ozores. Su potencia dramática y su carnalidad son extraordinarias.

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