Este que ves, engaño colorido,
que, del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido
Sor Juana Inés de la Cruz
A día de hoy, imposible ser contemporáneo sin reflexionar sobre la funcionalidad de las imágenes. El valor más obvio y a la vez más agresivo que a una imagen se le otorga es el valor de verdad, que sitúa a la imagen como legisladora irrefutable de lo que ha o no ha sido en este mundo. Pero este valor de verdad se otorga sin reparar en que una imagen es un artefacto representacional, un re es decir volver a presentar es decir tornar presente: volver a hacer presente; pero volver a hacer presente ¿cómo?: a través de una perspectiva, por muy discreta que sea, particularizada, y a través de unos medios de representación restringidos para reconstruir un fenómeno en su entereza, que reconvierten lo realmente sucedido en algo sujeto a límites, oscurecido por el objetivo y el representador, que amordazan siempre lo representado. Entonces: ¿verdad de quién? o ¿verdad?, ¿cómo? En cualquier caso la asociación de imagen y verdad ralla la fraudulencia; cualquier cámara o fotógrafo que se precie lo tiene presente, a menos que rija su trabajo la deshonestidad o la ingenuidad, que irremediablemente harán de él un mal cámara, pésimo fotógrafo.
Esta reflexión sobre la supuesta veracidad intrínseca de la imagen ha sido también motivo de interés para ciertos escritores de la modernidad: Bergounioux, en este caso; pero una reflexión implícita sobre la imagen también se encuentra en El origen del mundo, de Michon, en Sebald o incluso en El ruido y la furia, de Faulkner, o cualquier novela que imbrique deliberadamente puntos de vista para poner de relieve la implícita impenetrabilidad de un hecho cualquiera; y, en verdad, aunque antes del descubrimiento del daguerrotipo o la cámara oscura no sea preciso hablar de imágenes utilizadas como emblemas de la exactitud de lo ocurrido, sí llegaron a recibir ese valor capcioso ciertos textos como, por ejemplo, los textos históricos (la problemática de escindir entre la verdad de, digamos, cualquier tipo de documento que la ostente, se inicia estrictamente en el Romanticismo, cuando las historias nacionales pasan a ser comprendidas como un discurso perspectivado y no como veraz reencarnación de lo sucedido).
A fin de cuentas: texto histórico, imagen, retrato pictórico, acepción lingüística; da lo mismo; tranquiliza saber que las inteligencias creativas han tenido siempre claro su objetivo, desgarrar los puntos de sutura posibles entre verdad y representación: cada vez que alguien pinta, escribe o filma honestamente duda del significado de todas las cosas; duda, por tanto, de su carácter inmutable, objetivo, cierto; realista. Y todas estas tentativas de boicot, conscientes al menos desde el Romanticismo, ponen de manifiesto lo siguiente: en el momento en que se pone en circulación una fórmula concreta de representación y, como representación, se le otorga el valor de verdad, en tanto en cuanto sólo si circula bajo esa forma ha de tomarse por cierta, efectiva y constitutiva del orden de lo real, su excedente, lo que está fuera de circulación, no existe; y, frente a eso, reivindican: la ruptura de ese ilusionismo en pos de rescatar, no la realidad, la totalidad de ese excedente (imposible), sino solamente su alusión, la alusión de la cosa inmensa y bestial, más allá de la representación. Es obvia la diferencia: la falsa objetividad de un modo consuetudinario de representación permite leer fácil y fraudulentamente los fenómenos acaecidos (más bien, permiten recrear un blindaje contra los fenómenos acaecidos) que propende a la quietud de las conciencias espectadoras; ese desgarro entre verdad y representación a la que apunta siempre, de alguna manera, el arte, lo contrario: devuelve a las conciencias a su caos originario y las recalca como espectadoras, pero espectadoras activas, porque han de pelearse ahora por leer, contra la experiencia de leer unos contenidos imprevistos que no estaban advertidos en su circuito habitual de representaciones.
Y Bergounioux lo consigue: desgarra la imagen; tal es el trabajo, literalmente, que emprende en esta novela publicada en España por la editorial Alfabia, B-17G. Es lícito preguntarse qué imagen y con qué procedimientos; en pos de qué. El comienzo: en la primera página del libro antecede al texto la imagen en cuestión, un rectángulo de pocos centímetros del que el ojo apenas extrae los límites suficientes para aclarar la profundidad espacial y las figuras; sí aprecia humo, volutas de humo y distintas capas de luminosidad; todo en escala de blancos, negros, grises; no importa: no ha de verse.
Que Bergounoux base todo su texto en esta imagen en particular no es arbitrario, es decir, no daría exactamente igual que Bergounioux fetichizara otra imagen; el autor es consciente de la naturaleza heredada de esa imagen en concreto, de sus imposturas y sus límites; el autor quiere exactamente una imagen enhollinada, sin nitidez; y la quiere para poner de relieve cual es su labor o la labor del escritor o la función que aquí cumple la palabra: esclarecer; mostrar; ¿el qué?: lo subyacente. Las primeras palabras del libro son: "La imagen, mediocre, de un gran avión de hélices, proviene de una película bélica. La cámara, que está sujeta en el morro y conectada a las armas de a bordo, comienza a grabar en cuanto el piloto abre fuego". Esa es la premisa inicial de Bergounoux; de ahí en adelante, cabría subordinar todo el texto a esas palabras, únicas palabras que dan cuenta de la imagen en sí misma, leída de un modo literal; de ahí en adelante, por tanto, esa imagen inicial del avión de guerra funciona como contenedor y a la vez matriz del texto. Partiendo de esta premisa, el objetivo de Bergounioux: llenar de contenido la imagen hasta que la propia imagen no tenga una capacidad suficiente y agriete su propia superficie; es decir, y se agriete su superficie literal, es decir, y se agriete en su absoluta convencionalidad. Pero, ¿qué vierte, a fin de cuentas, Bergounoux, en esa imagen; cuál es, al fin y al cabo, la tercera dimensión que le añaden las palabras? Creo que tres son los contenidos básicos: en primer lugar, la explícita reconstrucción de la batalla aérea; en segundo, la reconstrucción de la vida de uno de los tripulantes (simbólico tripulante que, metonímicamente, alude a todos los muertos de la guerra); en tercero, reflexiones acerca de la guerra o la violencia vertebradas por alusiones a escritores como Faulkner o Proust. Y esa tríada de contenidos, magistralmente imbricados y dispuestos a lo largo del texto y encarnados por el rutilante estilo de Bergounioux, al leerse antecedidos por ese extracto de celuloide, en efecto: lo desgarran por completo; el lector ve por una segunda vez la imagen cuando termina el texto y la imagen ya no es una entidad plana que se expone a ser leída fácilmente en términos literales (es decir, lo que decíamos: rectángulo de pocos centímetros del que el ojo apenas extrae los límites suficientes para aclarar la profundidad espacial y las figuras; sí aprecia humo, volutas de humo y distintas capas de luminosidad; todo en escala de blancas, negros, grises): ahora la imagen se ha erizado en un poliedro inabarcable que no se deja leer de un sólo golpe de vista, que alude a algo superior al ojo o, lo que es lo mismo, a algo superior a su propia condición aprehensible; ahora, la imagen ha quedado por completo desgarrada: ya no es, por sí misma, suficiente. Deja claro, por tanto, Bergounioux, la naturaleza de sus herramientas: esa construcción de contenidos vertidos con la intención de causar la presión necesaria para el desgarro, se puede decir que son puro fruto de la imaginación y que, por tanto, la imaginación es, al fin y al cabo, lo que reconvierte la imagen de guerra; lo cual, por parte de Bergounioux, deja claro lo siguiente: no es lícito juzgar un suceso sólo en función de esos, sus límites captables por la representación mecanizada de una cámara porque, esta imagen, piensa, no conlleva sólo lo que muestra; lo mostrado es sólo una tapadera, un obstáculo; lo visible es, a fin de cuentas, una imposición de los sentidos, sólo vencida por la imaginación; lo visible, lo netamente visible, a fin de cuentas, no es lo humano: humano es el dolor que la imaginación extrapola de la imagen. Con esto, hay implícita una denuncia en el trabajo de Bergounioux: la crítica a la opacidad deliberada de las imágenes, entendiendo por opaco aquello deliberadamente reducido a su planitud o literalidad; la crítica a la imagen que se quiere objetiva e incontrovertible en sí misma: a la imagen deshumanizada y a los juicios que suscita, carentes de humanidad; así, por ejemplo, en ese avión, si Bergounioux no hubiera desgarrado su imagen, no habría muerto nadie, su opacidad no comunicaría la muerte de nadie y nadie habría muerto a ojos del espectador.
Bergounioux ya lo dice, en el propio libro; y, sabiamente, la editorial lo apunta en la solapa: "La realidad, mientras pulveriza la imagen que nos hemos hecho de ella, nos recuerda su existencia, su realeza y su poder a través de la pérdida y del fracaso".
Llegados a este punto, aún habrá quién se cuestiones: ya, pero, ¿es un buen libro? A mitad de este artículo dije: ese desgarro entre verdad y representación a la que apunta siempre, de alguna manera, el arte (...) las recalca [a las conciencias] como espectadoras, pero espectadoras activas, porque han de pelearse ahora por leer, contra la experiencia de leer unos contenidos imprevistos que no estaban advertidos en su circuito habitual de representaciones. Digamos, pues: por qué B-17G promueve una experiencia y por qué considero dicho síntoma como pulsión general de la buena literatura. Adelante: en un artículo anterior, mencionaba la noción hegeliana de experiencia: un sujeto obtiene una experiencia cuando un suceso, una confrontación particular con la realidad, trastoca la visión de la misma y, por ende, su manera de enfrentarse a la misma. Y recordemos el efecto de la lectura de Bergounioux: el lector ve por una segunda vez la imagen cuando termina el texto y la imagen ya no es una entidad plana que se expone a ser leída fácilmente en términos literales; es decir, la imagen ya no es la misma. El modo de relacionarse con el objeto, la imagen, las imágenes, para el lector, varía profundamente una vez deglutido B-17G: ha tenido una experiencia; o, lo que es lo mismo: la lectura de Bergounioux ahora constituye su mirada junto a muchas otras experiencias acumuladas. Y por qué esto una pulsión de buena literatura: un lector curtido, que verdaderamente ha leído, que ha leído contra la página y contra las significaciones heredadas, sólo el lector curtido, alimentado a la sombra por libros como B-17G, puede, es capaz de, tiene la conciencia de, decir: me recreo en dos mundos. Si algo es capaz de aportar la literatura, es un ensanchamiento feliz de la conciencia que, a posteriori, lustra la mirada, la oxigene o limpia y la acera: la vuelve absolutamente crítica con la realida que le ha tocado en gracia.
Iago Fernández
Me ha encantado vuestro blog. Hoy en día se agradece encontrarse con un blog de calidad por la red..Os añado a mi lista de favoritos. ¡Nos vemos por aquí!
ResponderEliminarSandra Alba Villanueva
Muchas gracias por el comentario, Sandra; y por darnos el rango de blogueros de calidad.
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