Tres huellas de sangre: Roberto Bolaño, el Doctor Pasavento y Michel de Montaigne


"La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura"
Roberto Bolaño, en una entrevista realizada por Cristian Warnken para le televisión chilena.


"Asesino o detective: no hay otra elección para un hombre"
Roberto Bolaño, en Bolaño por sí mismo



Entre los humanistas del Renacimiento primaban algunos ejercicios de escritura que a día de hoy ya se han perdido en la noche de los tiempos, pero que yo a veces gusto de poner en funcionamiento de nuevo. Uno de aquellos ejercicios consistía en problematizar las sentencias de autores clásicos, y era muy del agrado de Michel de Montaigne. Implementaba una cita de -es un ejemplo- Plutarco en uno de sus ensayos y, en vez de esgrimirla como argumento de autoridad para respaldar sus propias dilucidaciones sobre un asunto u otro, la ponía en cuestión o, con ella, se ponía en cuestión a sí mismo. Una citación era un modo de diálogo constructivo, jamás un hurto o un amparo. Hoy quisiera rescatar el ejercicio: seleccionar una cita que a priori encapsule algún tipo de ambigüedad que dé pie a maximizarla hasta revertirla en un artículo de opinión más o menos decente que trate algún tema relacionado con la literatura contemporánea. La cita ya la tengo, la leí hace mucho, la recordé ayer, su potencia es olímpica y es de Roberto Bolaño.

Dijo una vez en una entrevista, no recuerdo dónde y ante una pregunta posiblemente capciosa: "Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura". La respuesta de lanza en astillero y adarga antigua, como se ve, es más poética que cabal y hace honores a la estética neorromántica que recorre cada una de sus obras. Si me acerco a la frase como a un paratexto de Los detectives salvajes o 2666 la comprendo a la perfección, pero en el mismo momento en que me acerco a ella como frase en sí misma, despojada de su correlación con dichos libros, y busco comprenderla en su globalidad, entonces yerro: contiene algún tipo de partícula que disuena y no acepto más allá de la férrea y bellísima ética de su autor. La obviedad mata: para qué saltar a la pelea con la certeza de ser derrotado cuando puedes esquivarla y procurar labrarte un futuro más o menos rentable, estable y asegurado; para qué tener valor si, en fin, sólo conduce a la premeditación de la locura o el suicidio. Al menos desde un punto de vista lógico-utilitario es costoso asimilar el para bellum. Pero no es lícito -en este caso- juzgarlo así. Los luchadores profesionales analizan con obsesión las peleas perdidas para detectar fallos y potenciar sus combos y de ahí extraen las enseñanzas, no de las victorias, tan parecidas al reposo.

Un posible escritor-samurai

No obstante le doy vueltas y no encuentro ni un mísero premio entre tanto tajo. Busco ejemplos en los que más o menos se identifique esa clase de pelea valerosa cuyo inexplicable móvil sea precisamente la certeza de caer derrotado. Desconozco por dónde empezar y recurro a la red: repaso la vida de Bolaño, de Chile a Barcelona, ocupado como pinche de cocina o vigilante del camping Estrella de mar o cazador de premios búfalo; publicando en Seix-Barral, Jorge Herralde ofreciéndole un contrato en Anagrama; conociendo a Rodrigo Fresán, a Antonio García Porta ya lo conocía y conociendo también a Enrique Vila-Matas (¡Coño!, ¡El Vila-Matas!, dice Bolaño cuando se encuentran por primera vez, según un testimonio del propio Enrique que escuché en Barcelona durante una conferencia). El nombre de Enrique Vila-Matas me recuerda siempre al Doctor Pasavento, uno de sus personajes más emblemáticos, protagonista de un libro de título homónimo. Recuerdo el argumento de la novela y el Doctor ejemplifica a la perfección ese "tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear". Analizaré el ejemplo: quizá Vila-Matas aclare qué encuentra su personaje en la pelea, qué lo magnetiza a los golpes y para qué entender la literatura tan valiente, tan suicidamente como lo hacía Roberto Bolaño.

El argumento de la novela es el siguiente: el narrador -más tarde bautizado a sí mismo como Doctor Pasavento- procurará desaparecer o -ante la imposibilidad de una supresión total y constante-, como ya indica la solapa de la edición de Anagrama, domeñar "el arte de no ser nada" atendiendo al magisterio del escritor suizo Robert Walser. Observo que el sujeto que desaparece es el mismo sujeto que narra la desaparición. ¿Cómo alguien cuyo prurito es desaparecer, borrarse de los ojos de la gente, pretende escribir y aún encima continuar escribiendo mientras desaparece? La paradoja es máxima: escribir es una huella, da fe de una presencia consciente que a través del lenguaje se exterioriza; escribir es justamente lo contrario a desaparecer. Derrida, en el documental estrenado en 1999 por Safaa Fathy, "D´ailleurs Derrida", si mal no recuerdo, hablaba de la escritura como esa inscripción que al ser constantemente permeabilizada por las inscripciones subsiguientes da cuenta de cierto fantasma, de cierta presencia alusiva. He simpatizado siempre con esa noción derridiana de la escritura y no puedo comprender cabalmente que Pasavento quiera, escribiendo, hacerse desaparecer. Algo se me escapa; quizá no he captado en toda su profundidad las seguramente sintéticas y más que ambiguas palabras de Jacques Derrida. No comprendo por qué Pasavento se lanza a la pelea de escribir cuando lo primero que quiere es desaparecer, como si, al igual que Bolaño, se recreara en dejar un rastro de gotitas de sangre a través de una calleja del barrio del Raval.



Intento recordar la trama y las escenas del libro a ver si contienen la propia clave de las motivaciones del personaje pero, si la contienen, no la recuerdo -leí el libro, ¿cuándo? Aún no era universitario, creo- y ahora, llegado a este punto, no puedo interrumpir la redacción del artículo para leer sus casi cuatrocientas páginas. Quizá me detenga aquí mismo y nunca llegue a comprender aquella frase portentosa de Bolaño ni a Pasavento ni a Derrida ni a mí mismo -¿qué hago escribiendo? ¿Desaparezco acaso?-, y este ejercicio tan propio de los humanistas del Renacimiento de problematizar la frase célebre de algún escritor portentoso haya sido la peor idea que he tenido esta semana. Tendré que telefonear a Víctor Balcells y decirle por lo bajo, sonrojado en secreto al otro lado del manguito: cúbreme, no tengo artículo, cuelga la reseña de La conciencia de Zeno, o inténtalo con Deleuze. Ahora mismo, a mínima escala, me reconozco en esa cita que no sé de quién era con la que José María Guelbenzu apostrofaba su primera novela, fantástico premio Nadal del 68, El mercurio. "En qué locura me he metido" -o algo así- decía. Hoy no podré visitar la biblioteca de la facultad para suprimir tantísima imprecisión: es huelga general en el país, los furgones de policía pasan zumbando del otro lado de la ventana y según la radio hay incluso heridos. Teniendo en cuenta el panorama ciudadano a lo mejor la locura la estoy dejando precisamente atrás. A lo mejor mientras escribo y sondeo la frase de aquel samurái chileno sí estoy desapareciendo, borrándome de los ojos de la gente. ¿Para qué continuar con la escritura, ese rastro sangrante que avanza por el Raval o las dársenas de Shangai o las moles de Xanadú si he llegado a un punto muerto donde continuar es ya como dar la pelea con la derrota por bandera, un prurito por desaparecer insistentemente?

Lo único que recuerdo a la perfección de la novela de Enrique Vila-Matas es su comienzo, por lo sorpresivo: el narrador -no se proclama así mismo Doctor Pasavento hasta más tarde- pasea junto a un entrevistador por los exteriores de "la cuna del ensayo", el chateau donde Michel de Montaigne instaló su torre-biblioteca (Saint Michel de Montaigne, Bergarac, Francia). El acompañante le realiza la siguiente pregunta una y otra vez: ¿De dónde viene su pasión por desaparecer?; el futuro Doctor escribe: "Mi acompañante deseaba saber de dónde venía esa idea que tanto anunciaba yo en escritos y entrevistas, pero que no acababa nunca de llevar a la práctica". De ahí en adelante la novela avanza con soltura, Pasavento sufre una crisis y toma la determinación de borrarse del mundo. Lo que más restalla es la aparición Michel de Montaigne, el problematizador de citas que ha catalizado la escritura de este artículo. Al parecer también cataliza de algún modo el comienzo de la narración de Pasavento. ¿Qué relación hay entre aquel humanista del Renacimiento y el Doctor, el Dottore, como él mismo se tilda en alguna remota ocasión en la novela, para que su imagen dé paso a la escritura?

Aquí escribía nuestro amigo Michel

A priori, es posible triangular los nombres de Roberto Bolaño, Doctor Pasavento y Michel de Montaigne porque éste último también se lanzó a escribir, en su época, sabiendo previamente que iba a ser derrotado. La máxima de Montaigne -también la divisa de su casa, que mando acuñar en una medalla con dos balanzas en equilibrio- era: "Que sais-je?". Todo un símbolo de su escepticismo radical -pirrónico-, del mismo escepticismo que lo impelía a problematizar muchas de las citas de autores clásicos y consagrados que ingresaba en sus escritos y cuyo ejemplo estoy siguiendo. Esa declaración de principios tan honesta puede ser más que una tercera modalidad de la misma paradoja: nada irrefutable pude ser nombrado, toda creencia verbalmente retransmitida es tan reversible e igual de defendible que su antítesis; y, si lo hay, yo, Michel de Montaigne, por lo menos lo desconozco porque mi propia entidad humana me limita en su conocimiento. ¿Para qué escribía, entonces, si se deslegitimaba a sí mismo cabezudamente, aún sabiéndose derrotado o aún desapareciendo, convocando, tácito, su propio silencio porque nada sabía y nada tenía que decir mejor o peor que cualquier otra cosa?. Parece que, tras la relativización de todo juicio, escribir, qué escribir y cómo escribir son apenas veleidades dignas de un ocioso, un loco o un desesperado.

Pero al abrir cualquier tipo de prólogo que se aventure a segmentar las distintas características de los ensayos de Montaigne una cosa queda clara: para contrariar a ese silencio al que su no saber nada le estaba conminando, opta por hablar de sí mismo o, mejor dicho, de la relación que guarda él mismo para con el mundo que lo rodea. En ese movimiento de balancín que a través de la escritura va contrastando al propio escritor, aflora algo oculto o, en terminología vudú, aflora lentamente un zombi que no es otra cosa que el sujeto mismo, aquello que la visión determinada, objetivada y consensuada de la realidad impuesta por un contexto político, histórico, social y cultural concreto oprimen. Es literalmente un zombi, el Frankenstain de Shelley: un ente configurado por jirones, por los jirones que restan de ese solapamiento entre individuo y mundo. Intuyo que Montaigne escribía como quien sale de caza, en busca de ese desperfecto -pero purísimo- cuerpo haitiano. Que le bullía por dentro, que conmutaba todas sus pulsaciones, que era su mineralización misma.

Zombi-texto producido tras el proceso creativo

Ahora bien, qué hacer luego o qué premio se obtiene tras la caza. Si de nuevo se opta por acudir a la gran mayoría de prólogos de los ensayos de Montaigne la respuesta es casi unánime y alude al epicureísmo. A través de esa suerte de tanteo de uno mismo, de -quizá, convenientemente libado- autoconocimiento, buscaba gobernar mejor sus pasiones, aceptarse a y en sí mismo con todas sus bajezas y sintonizar con sus pulsiones o, lo que es lo mismo, buscaba construir una epistomología basada en la propia subjetividad humana, que rehuyera cualquier tipo de sistematización y no diera nada por objetivo y total porque el conocimiento sólo libera y no apresa si se realiza a partir de un constante descubrirse para atender a esas necesidades intrínsecas. En sus escritos algo superior y a la vez constituyente de Michel de Montaigne -entendido como persona social, que puede triunfar o fracasar- clama por obtener su merecida representación. Y por eso Montaigne peleaba tan valientemente, a sabiendas de su derrota: es que no estaba en juego ganar o perder una batalla, sino un buscarse eternamente para procurar construir una vida que respondiese a su esencia -una esencia no inmutable, sino alocada, como una aguja imantada que cada día está magnetizada hacia un punto cardinal diferente y por eso mismo requiere un seguimiento paciente y eterno-. Da igual ser derrotado, no decir nada concluyente, dejarse desaparecer: lo que cuenta es, en ese estar siendo derrotado, en ese desdecirse y en ese desaparecer tantear algo superior.

De hecho, tomo el libro Doctor Pasavento de mi estantería y leo la cita que lo encabeza: "¿Cómo haremos para desaparecer?", Blanchot. Recuerdo que para Blanchot, Maurice Blanchot, la escritura era una suerte de línea de flotación en la que uno se suspendía y dejaba de existir -desaparecía-, pero en tanto en cuanto sujeto particularizado, clasificado o incluso alienado, dejando que en ese escribir brotará un sujeto más latente y problemático que el psicoanálisis llamó mierda o cadáver. Ahora que hablo de zombis, cadáveres y demás, antes cité a Derrida, que en aquel documental francés entendía la escritura como una suerte de inscripción que, en su eterna reinscripción, aventaba las faldas de un fantasma. Ya entiendo que ese fantasma que se presenta en la escritura al que se refería no es ni mucho menos una presencia consuetudinaria que se pueda ligar con un sujeto ordinario y superficial -Doctor Pasavento, Montaigne o Bolaño- sino, todo lo contrario, con ese ser mineralizado y que bulle, pica y estorba si no se dice.

Con esto presente, intuyo que Enrique Vila-Matas engaña al lector haciendo uso de toda su ironía. Pasavento no quería desaparecer: quería ser encontrado o ser narrado, pero honestamente, no a través de una burda codificación preestablecida por las leyes de su tiempo y su país sino a través de la exposición de ese sujeto internacional y trágico que lleva, como todos llevamos, dentro. Para eso tenía, eso sí -no lo olviden-, que desaparecer. (El teléfono suena. No lo cojo).

Y, a fin de cuentas, esa es la escritura que me gusta y verdaderamente valoro, la de los samuráis y las pistas de plasma en el adoquinado de las callejas: que busca el hallazgo más allá de sus fronteras, a costa de sí misma y contra todo, peleando aún en la derrota.

Y finaliza el ejercicio. Tengo la alegre sensación de que la frase de Bolaño apunta a conclusiones semejantes a las mías.


Iago Fernández


11 comentarios:

  1. Gracias por la lectura, Guillem, ¡un placer que te haya gustado!

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    1. De momento, desde mi condición de lector-aprendiz, creo que éste es el mejor. No voy a dedicar un farragoso comentario sobre del tema -cuando alguien encuentra algo sorprendente tiende a dejar una "perlita" para sostener su propio orgullo, hay mil y un ejemplos a la vista-, simplemente decir que es muy bueno.

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    2. Así escribir da gusto, jaja. Gracias, espero que los siguientes sean también de tu agrado.

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  2. Mercedes Occhiobello1 de abril de 2012, 8:49

    Esto ejemplifica a lo que se reduce el ser humano hoy en día. Queremos ser vistos de la manera más duradera posible, por eso desaparecemos.

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  3. Bueno, tanto como el ser humano, yo diría que esa pulsión por desaparecer llevada al extremo es una necesidad bastante particular, pero sí: ahí está todo. Quizá.

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  4. La paradoja de Dr Pasavento no tiene solución; se pierde en el infinito, porque también juega el autor, que tiene que asumir la voluntad del narrador pero con un fin absolutamente opuesto a éste: perdurar con su obra, existir, ser visible cuanto más mejor,

    En cuanto a Bolaño, conocía la frase con "gladiadores" en lugar de samurais. Siento disentir Iago, pero creo que Bolaño apuntaba sencillamente al combate estético del artista, perdido sin remisión cuando el trabajo es honesto. El artista es, por naturaleza, una criatura derrotada porque su lucha es consigo mismo y con su espectativa de perfección. Por eso, creo, la frase de Bolaño poco tiene que ver con Pasavento.

    Exigís mucho, y por eso sigo vuestro blog, porque aprendo y abro mi pobre cabecita.

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  6. Gracias por el comentario, en primer lugar. No obstante: a) ya advierto que la frase de Bolaño es polivalente y que el ejercicio consiste en problematizar su propia polivalencia hasta obtener un hilo de Ariadna (yo lo he hecho, pero obviamente la madeja da para más); b) la frase, directamente -es decir, fuera de mi artículo-, no tiene por qué ver con Montaigne ni con Pasavento: repito que el ejercicio consiste en ligar la frase de un modo u otro con elementos exógenos para tratar de sacar algo en claro (si tuviera directamente que ver con Pasavento no tendría el más mínimo sentido llevarlo a cabo); c) con respecto a tu frase "creo que Bolaño apuntaba sencillamente al combate estético del artista, perdido sin remisión cuando el trabajo es honesto", me parece que te olvidas de algo sumamente importante -sobretodo en la obra de Bolaño-, y es que no hay ética sin estética y viceversa: es obvio que la estética de Montaigne, "Pasavanto" o Bolaño es "autónoma" y distinta, pero las obras de los tres escritores, a mi modo de ver, sugieren la puesta en práctica una misma ética o modo de encarar el hecho literario, ética que creo que la frase de Bolaño extracta soberanamente bien. Es decir: la frase, en mi artículo, no tiene problemas a la hora de ser relacionada con Pasavento y Montaigne desde el punto de vista que acabo de explicar; y, según lo dicho, ese "combate estético" que mencionas también está implícito en mi artículo. Divergimos en lo siguiente: yo creo que el artista sí lucha no consigo mismo, sino con una codificación imperante del lenguaje que configura al artista, al mundo y su modo de relacionarse con el mundo, para lograr decir algo que exceda dichos límites (ese sí mismo que tanto menciono en el texto, que en otros textos he llamado realidad y que en otros he llamado incluso voz); cosa que nada tiene que ver con una expectativa de perfección si tenemos en cuenta que intenta aprehender algo de naturaleza proteica que no responde a una forma fija y, por tanto, -como en la prosa de Montaigne- el único modo de perfección posible es la constancia en la escritura -y de ahí ese destino de derrota-. Siempre una pelea contra el lenguaje ordinario, siempre una pelea contra la realidad ordinaria.
    Y para eso valía el ejercicio. Quizás.
    Muchas gracias.

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  7. "Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear" es una frase que me lleva a veces a recordar el final de 'Una casa para siempre', un libro que escribí hacia 1986:
    "Creer en una ficción que se sabe como una ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella"

    Enrique Vila-Matas

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  8. A su vez, el final de "Una casa para siempre", me lleva a recordar el nacimiento de la literatura según Nabokov, tal y como lo describe en "Curso de literatura europea"-: "La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo al valle neanderthal gritando <>, con un enorme lobo pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando <>, sin que le persiguiera ningún lobo." Así, el lobo o la batalla, no existen, y se sabe: y hay que tener valor para inventarlos y enfrentarlos.

    Gracias por leer.

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