[Ser como los árboles]. Sustentarse con
una savia personalmente escogida de entre los elementos, volverse fornido,
parecerles a los hombres poderoso en las raíces y de suma indiferencia, no
emitir cuando se tercie sino sones vagos pero hondos, como esos de algunas
copas frondosas que imitan los murmullos del mar: es ése un estado de vida que
me parece merecedor de esfuerzos y muy digno de contraponerse a los hombres y a
cuanto se tercie a diario.
Maurice de Guérin
Cualquier razonamiento no es sino
figura.
Joubert
La caza del libro usado se ha
convertido en nuestro deporte favorito. Nos reunimos entre semana para visitar
el mercadillo de los Encantes, a la búsqueda de pequeñas joyas a precio de
saldo.
Haber abandonado las librerías
tiene ventajas e inconvenientes. Ahorramos dinero, pero estamos obligados a
leer no aquello que buscamos, sino aquello que encontramos. De manera que
cierta actitud mística juega un papel importante cuando removemos los escombros
de libros que se acumulan en las mesas vencidas del mercado. Deseamos que
aparezca un Gombrowicz pero siempre aparece un Umbral, un Marsé o un Gabriel
García Márquez. Como es lógico, abundan los libros que tuvieron tiradas muy
altas. Por eso aprendimos a rezar: no es tanto el rezo como la ilusión de su cumplimiento.
Rezamos por encontrar aquel libro difícil que siempre se nos escapa de las
manos. Ocurre exactamente lo mismo que en el casino: no es tanto el acierto,
sino la genial incertidumbre que lo precede.
Solemos comprar alrededor de
cinco libros en cada una de nuestras incursiones. Después, de acuerdo con la
liturgia particular que hemos concebido, desayunamos en un bar regentado por
una china, sonámbula infanta. Allí, frente a su mirada de reproche, hablamos de
lo que leemos y escribimos.
El rasgo común en todas estas
conversaciones es el siguiente: si hablamos de escritores muertos, nos
centramos en el texto y las ideas. En cambio, si la conversación gira en torno
a lo contemporáneo, hablamos sobre todo de personas y máscaras. Estos
parámetros son científicamente comprobables y miden la jovialidad de nuestra
vanidad herida. Alguien lo dijo hace poco, los escritores jóvenes no se leen,
se vigilan.
Libros apilados en el Mercat dels Encants |
En el otoño de 1961 Samuel
Beckett se sienta frente al objetivo del fotógrafo turco Lufti Ózók. Para
realizar el retrato se ha preparado un escenario, hay un atrezzo que rodea al
escritor. ¿Qué es Beckett en ese instante detenido? ¿La encarnación del Verbo
Vivo o el saco de mierda de su cuerpo en declive? Ambas cosas. ¿Qué pensamiento
destilan sus pupilas atormentadas? Acaso se dice a sí mismo, burlonamente: no
soy más que el texto, pero otros quieren hacer de mí un icono.
Pierre Michon sitúa el nacimiento
de la mascarada con Flaubert. “Suyo es el hallazgo de la careta, igual que de
unos napolitanos el hallazgo del Pantalón y Polichinela; igual que del
desconocido versificador del Román d’Alexandre, hacia 1120, es el hallazgo del
alejandrino francés. […] Flaubert nos confeccionó la careta. Todos somos hijos
de su miseria, ora fingida y no obstante auténtica, en Mallarmé, en Bataille,
en Proust y Genet, en Leiris y Duras, en Beckett”.
La careta es aquello que divide
el cuerpo del escritor, voluble saco de mierda, del cuerpo del texto,
pretensión oracular. Son cosas distintas. Los dos cuerpos del rey. Desconocemos
la miseria real de Rimbaud pero es ineludible cuando hablamos de su obra. Bajo el volcán se convierte de pronto en
mejor novela si descubrimos que Malcom Lowry sufrió mucho para escribirla. Fuegos
artificiales: brillan sólo un instante; poco importa el escritor, menos aún su
gesto, si sus palabras no han sido reveladoras.
Muestrario de máscaras posibles para un escritor |
Demasiado duro es no servir para
nada a la edad en que se puede servir para todo. Ser apenas esbozo se paga
bien; ser proyecto sólido se paga caro. Gestarse a partir del trabajo sobre el texto
implica un esfuerzo que supera el riesgo que estamos dispuestos a asumir. Estamos
obligados a invertir parte de nuestra exigua energía también en aquello que no
es literatura.
Poco antes de rechazar heroicamente
el premio Goncourt que se le concedió en 1951 por El Mar de las Sirtes, Julien Gracq publicó un panfleto titulado La literatura como Bluff. En él quiso
denunciar la práctica llevada a cabo por “filisteos y tartufos literarios” que
confunden la literatura con lo que la rodea. No deja títere con cabeza. Por
ejemplo, así define a esa estirpe de críticos horteras que pretende haber
encontrado al nuevo Mesías de las letras siempre que les conviene: “jockeys del
Gran Premio subidos en unas babosas”. Con esta elegancia destruye a los
escritores que embrutecen a la literatura en pos del dinero, la fama, la
satisfacción de una vanidad: citando a Sainte-Beuve: “Habría que hacer una
puerta que comunicase directamente la cuadra y la biblioteca y cuando
Francisque Michel [hipotético escritor] termine en una, meterlo en la otra;
pero gente así, en el salón, nunca”.
El librito de Julien Gracq, publicado por la editorial Nortesur en su colección Mínima, es una maravilla. Demoledora
crítica contra aquellos que han hecho de la literatura un circo, brutal auto de
fe que, con el paso de los años, ha cobrado un sentido y una fuerza casi oraculares. Merece
la pena rescatar este libro ahora que el tema ha saltado a la palestra con la
reciente publicación de Desnudo en la
bañera, asomado al abismo (Manifiesto literario tras el fin de la literatura y
los manifiestos), de Lars Iyer, que glosa Vila-Matas y que
comenta Javier Avilés.
La prensa, los elogios, el marketing; de nada sirven. Como
dice Julien Gracq, sólo hay una manera de trascender: que un puñado de personas
estén dispuestas a mantener la cadena del frío:
[…] todos
sabemos de libros como ésos, que nos queman las manos y que vamos sembrando
como por encanto; hemos vuelto a comprarlos media docena de veces y siempre nos
alegramos de que no vuelvan. Cincuenta lectores así, que anden pululando de acá
para allá, son otros tantos portadores de virus filtrantes que se bastan y se
sobran para contaminar a un público numeroso: se precisan sólo unas cuántas
décadas, a veces algo más, con frecuencia mucho menos: sabido es que la fama de
Mallarmé no tuvo más vehículo que ese: cincuenta lectores que se habrían dejado matar por él.
Víctor Balcells
El libro es, en efecto, una pequeña joya. Interesante artículo; las reflexiones sobre la máscara, la paradoja del escritor como un texto y a la vez como una figura pública y la referencia a Beckett siendo fotografiado me han hecho pensar en esa imagen de Umbral desnudo, semioculto tras una máquina de escribir, con los ojos muy abiertos y una expresión totalmente burlona . Quién sabe, quizá, de haber escrito el libro unos años más tarde, ese sarcasmo en la mirada de Umbral habría tenido un hueco en la sátira de Gracq.
ResponderEliminarBuena imagen la que rescatas, Alba. Yo pienso en la fotografía de Robert Walser muerto en medio de la nieve: también me resulta significativa para el caso. Con el sombrero a un metro de él, con las pisadas aún marcadas sobre la nieve. Se murió cuando caminaba hacia ninguna parte. Como la literatura, quiero no imaginar. Gracias por tu comentario.
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