Atascos de tráfico y Émile Zola. Pequeño pensamiento sobre la crisis



No acostumbro a pensar en obras literarias cuando contemplo los atascos de tráfico que se generan frente al portal de mi casa. El detenimiento impulsa el ardor. El ardor desarrolla la urgencia por actuar, y entonces me arrojo sin contemplaciones sobre el capó de cualquier compacto y me regodeo en mi movilidad victoriosa. En la calle no intento recordar las cosas que ocurren en los libros, pero en estas circunstancias no puedo dejar de pensar en el memorable arranque de La Jauría, de Émile Zola:

A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.




A lo que sigue una extensa descripción de corte naturalista que desciende desde el Sol en su ocaso hasta los rutilantes botones de cobre de un cochero que aguarda sobre la calesa. La cámara –porque lógicamente es una cámara- se desplaza entonces en torno a los sombreros de copa y en un travelling lateral se nos muestra el resoplido de los caballos –“un soberbio tronco de bayos”- que enlaza, no por casualidad, con una voz de hombre que manifiesta esa particularidad tan humana que es el inefable deseo de hablar siempre de los demás:

- Anda –dijo Maxime-, Laure de Aurigny, allá, en ese cupé… Fíjate, Renée.

Fíjate Renée. Date cuenta de que para Zola el arranque de esta novela ya es un manifiesto. Luego la réplica desciende al chismorreo “la creía huida –dijo-. Se ha cambiado el color del pelo, ¿verdad?”, y aunque Zola lucha por recobrar el dominio del personaje con una extensa y minuciosa descripción de Renée, los ojos de ella acaban posándose, irremediablemente, en unos quevedos “de hombre” que nuestra querida sostendrá sin posarlos en la nariz, según uso y costumbre aristócrata entonces y en cualquier época, que le servirán para examinar “a la gruesa Laure de Aurigny”.


Renée Saccard, hija del aburrimiento

Establecido el combate entre personaje y autor, el triunfo final se lo adjudicará el escritor al omitir describir a la pobre dama vilipendiada y al ofrecer, en cambio, una visión general del atasco a través de lo minucioso que lo compone y que no lo provoca: “el bocado de un caballo, el asa de un farol, los galones de un lacayo muy tieso en su pescante”. Pero también el trozo de tela de alguien y el silencio que desciende sobre los testigos del atasco, ese “alboroto apagado, inmovilizado” –por no existir los cláxones, entiendo.

La mecánica de los atascos, sublime misterio. Dicen los expertos que, para generarlos, basta que un solo coche circule demasiado cerca de otro y se vea obligado pisar apenas el freno. Eso provoca una reacción en cadena fatal. La propagación de ese minúsculo frenazo es más poderosa que la capacidad de reacción y recuperación de los coches que vuelven a pulsar el acelerador. Así el atasco crece en una vorágine que se soluciona tan sólo cuando empieza a remitir la cantidad de coches que se añaden a la cola. Esta descompensación entre “frenazo” y “aceleración” es un aspecto esencial de la condición humana, y cualquier extrapolación a campos como la economía, la física y, por qué no, la retórica que subyace en la politología, parece plausible.




Y en el triunfo del detenimiento tras sucesivos frenazos -producto de un exceso-, tal y como describe Zola, habrá intercambios de miradas mudas, de portezuela a portezuela; y nadie charlará ya, en aquella espera interrumpida tan sólo por el crujido de los arneses, por el golpeteo de los cascos de un caballo, o lo que es lo mismo, por el crepitar de los motores de combustión. Se le ofrece aquí, entonces, al hombre, una oportunidad para reflexionar, el frágil regalo de la serenidad. Y por toda respuesta –ah, qué desgracia- estallará un alboroto apagado, cifrado en las primeras y definitivas palabras Maxime, culpables de prender la mecha:

- Anda –dijo Maxime-, Laure de Aurigny, allá, en ese cupé… Fíjate, Renée.

Esta es la estupidez de querer regresar a París por la Autopista del Sur un domingo de tarde, que diría Cortázar. Cualquiera podrá mirar entonces su reloj pero será, de pronto, como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa.


Víctor Balcells Matas


3 comentarios:

  1. Interesante entrada. Aquellos atascos eran como los de nuestras calles, creo que peores. Siguen produciéndose de una forma caótica en muchas ciudades del mundo. Da la impresión de que nuestro caos es más ordenado gracias a los semáforos y las rotondas. Pero sí, es verdad que una pequeña frenada es capaz de generar un atasco. En donde vivo, para llegar a Málaga, la carretera pasa por dos túneles, y ante ellos siempre se forma un pequeño atasco. Es invariable, haga buen o mal tiempo.
    Un saludo.

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  2. Los conductores deben de estar alerta todo el tiempo, la posibilidad del atasco ocurre incluso en los callejones más libres de tránsito. Lo curioso es que a ellos, a los atascos, les da exactamente igual el hombre. Este tipo de tonterías unidireccionales ocurren a menudo. Gracias por tu comentario, Pilar.

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