Cómo contar tu vida. "Edad de hombre", de Michel Leiris



El nombre de Michel Leiris había llegado a mis oídos por distintos canales y, aunque la mayoría de comentarios lo elogiaban, ante la falta de material traducido nunca me tomé la molestia de leerlo en su lengua original. Además, los comentarios se dirigían casi siempre a su faceta de etnólogo y no a la de escritor –poeta y novelista- o analista de la pintura. 
     
Por un casual, repasando los títulos de narrativa francesa de La Central, di con un pequeño volumen de Leiris traducido cuya portada era un cuadro de Francis Bacon -retrato, a la par, del propio Leiris: Edad de hombre, editado por Laetoli en su colección Clásicos del S. XX (colección verdaderamente fantástica que también ha vertido al castellano parte de la obra de Arno Schmidt). Lo compré, ni que fuera por la portada de Bacon y la sobriedad de la edición, con una tipografía suave y un número de líneas por página superior al habitual.





Michel Leiris es conocido –más allá de las fronteras francófonas- por haber confraternizado con los polifacéticos y heterodoxos Roger Caillois y George Bataille y fundar junto a ellos el Collège de Sociologie. De su producción en particular destacan distintos trabajos etnográficos sobre África –un país cuyo folklore le interesa especialmente, tal y como se registra en Edad de hombre-, su poesía, un tratado sobre la pintura de Bacon y, sobre todo lo demás, su autobiografía, La règle du jeu, cuatro volúmenes que aún no han sido traducidos al español. Este libro en concreto es una autobiografía –si bien muy singular, como detallo más adelante- que valdría calificar como exordio de La règle du jeu
     
Es necesario, en este caso, clarificar las motivaciones que alentaron su escritura: tras una estancia en África en la que Leiris intenta autocastrarse (no he conseguido más información sobre el suceso, sólo oí su mención),  se somete a una cura psicoanalítica que no resulta. A partir de ahí comienza la escritura de Edad de hombre, una terapia de shock que induce a la catarsis. El tema de la castración, la tragedia ritual y los símbolos propios del psicoanálisis recorren la singular autobiografía.  

A pesar del interés intrínseco que ofrece el autorretrato humano de uno de los altos cargos de las letras francesas del S. XX, esta obra  también merece ser leída por su estilo soberbio, donde priman los periodos largos y las acotaciones a través de guiones y paréntesis (y aseguro que hacía mucho que no leía un texto capaz de implementar paréntesis con tanta regularidad y soltura sin pervertir en exceso el ritmo de la frase).

Ahora bien, Edad de hombre también se puede leer y atesorar como ejemplo de ruptura con los estándares de un género literario, la autobiografía. Y desde ese punto de vista, también se atesora como un viático cuyo ejemplo se puede aplicar a la creación novelística, bastarda por naturaleza.





Para trazar una historia de la autobiografía y establecer los rasgos principales que son desarticulados por Leiris, es preciso remontarse a la antigüedad grecolatina: una de las recapitulaciones más remotas de los hechos de la vida de un hombre es la consolatio, oración que se entonaba durante las exequias de los próceres. Pero la revolución más importante a la hora de exponer tales hechos al público la operarían las Confesiones de San Agustín, donde ya no se enumeran las hazañas que justifican la rememoración, sino las diferentes etapas en las que un sujeto mantiene una u otra relación con el mundo, afincando al lector en un ángulo de visión privilegiado. Continuando en línea recta, las confesiones de Rousseau complementan a las de San Agustín, pero con un cariz distinto: ya no se trata de una exposición, entre comillas, inocente de la intimidad humana, si no de la imposición de su propia recepción por parte del lector (“Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza  y ese hombre seré yo. Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres”). Las confesiones de San Agustín y las confesiones de Rousseau –y de ahí en adelante la gran mayoría de autobiografías-, no obstante, convergen en lo siguiente: el reconocimiento de una revelación trascendental que le da sentido a la vida del escritor. En determinado momento de la edad adulta, San Agustín tiene una revelación de carácter religioso y definitiva e interpreta su pasado como un camino lleno de requiebros hasta ella. De ahí en adelante –se supone- su vida ya no ofrece ninguna virtualidad: ya está realizada, ya es conclusa, ya trasciende. En cuanto a Rousseau, otro tanto de lo mismo, si acaso de manera mucho más violenta: cuando se cree en posesión del conocimiento suficiente y realizado como individuo, interpreta su propia vida imponiéndole un sentido que ha de ser, además, unánime, y la hará trascender. En ambos casos es indispensable una narración lineal, causal y teleológica, donde cada paso del protagonista configura su futuro, el sentido de su vida.

No así la autobiografía de Leiris. El título de la misma, Edad de hombre, alude precisamente a ese enclave donde un sujeto advierte haber trascendido de una forma contingente de estar en el mundo a otra definitiva. Sin embargo, Leiris reconoce en 1939, cuando el libro sale a la luz, que "su verdadera edad del hombre está aún por escribir" -ahí es cuando prosigue el periplo autobiográfico con La régle du jeu. En ese momento quiebra por completo la concepción de las autobiografías anteriores, admitiendo, pues, que no ha llegado a obtener un lugar trascendente en el mundo desde el cuál otorgar sentido a su vida pretérita.

     Esta quiebra con la tradición autobiográfica da pie a un alejamiento aún más radical: dado que Leiris no es capaz de interpretar su propia vida y emitir un juicio concluyente, se expone al juicio de los demás; es el lector quién habrá de juzgarlo situado en un plano de igual a igual con un autor que ya no se presenta como un iluminado. La pregunta clave, entonces, sería cuestionar qué espera Leiris exponiéndose de una manera tan brusca y radical al juicio ajeno. En el propio prólogo, el excelente De la literatura considerada como una tauromaquia, Leiris afirma sus propósitos [Se trata a sí mismo en tercera persona, dado que el prólogo lo ha escrito muy a posteriori de la primera edición del libro]: "Poner al descubierto ciertas obsesiones de orden sentimental o sexual, confesar públicamente las deficiencias o cobardías que más le avergüenzan, ha sido para el autor el medio -tosco sin duda, pero del que hace entrega a los demás con la esperanza de que lo mejoren- para introducir al  menos la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria". La pretensión de Leiris cuando habla de "la sombra de un cuerno de toro" es sencillamente la pretensión de la catarsis a través de la escenificación de una tragedia en el sentido clásico. En la Grecia antigua el público conocía de antemano el destino del héroe trágico, pero a través de su identificación con el mismo, en el instante de la revelación, empatizaban y revivían la experiencia catártica; Leiris, que ya conoce su destino -en este caso, su presente-, se escribe a sí mismo protagonizando la tragedia de su propia vida a fin de empatar con su reflejo y alcanzar en algún momento la catarsis a medida que va recordando hechos hirientes, conflictivos o determinantes. No pretende organizar ningún relato teleológico: se sabe ya perdido y sólo busca reconocerse en su pasado, formar una imagen pretérita de sí que pueda explicar los malestares más vivos de su presente pero entendiendo que su presente es un punto cualquiera de su vida, y ésta no se encamina a ningún estado trascendente. "Pretendía desembarazarme definitivamente de ciertas representaciones incómodas y rescatar al mismo tiempo los rasgos de mi rostro con la máxima pureza, tanto para mi propio uso como para disipar toda visión errónea que alguien pudiera tener de mí", dirá Leiris.

     Esta cita final de Leiris define precisamente esa "sombra del cuerno": disipar toda visión errónea que puedan tener de sí, equivale, en este caso, a disipar cualquier remedo de idealismo que la opinión ajena pueda adjudicarle. Leiris quiere mostrarse en toda su defectuosa humanidad frente al público y ahí radica el verdadero peligro, la verdadera ruptura de una imagen conclusiva y ficcional que posibilita un juicio por parte del lector y, con ello, la escenificación de la tragedia. Leiris es ya héroe trágico: se sitúa a sí mismo en el teatro, bajo los ojos de los demás, y observa su actuación y procura reconocerse en ella.




     Por último, y como sesgo potencialmente interesante, hay que mencionar la inteligente estructura que propone Leiris para su autobiografía en sustitución de la estructura cronológica causal y lineal de las confesiones agustinianas y rousseaounianas. "Es un collage o fotomontaje", dice, y si recurrimos al índice podemos comprobar que, efectivamente, la autobiografía está dividida por conceptos, símbolos e ideas a través de las cuáles aglutina sus experiencias: un capítulo, por ejemplo, lo consagra a la figura de Judith como símbolo de de la feminidad castigadora -y allí junta historias referidas a su tía, intérprete teatral- o a la figura de Lucrecia como símbolo de la mujer martirizada -donde cuenta, por ejemplo, cómo le disparó a una mujer en el ojo por error.

     Edad del hombre es un libro que ya tiene cierta antigüedad -casi 80 años- pero que es preciso rescatar ahora que Laetoli pretende traducir Le régle du jeu. Sobre todo, teniendo en cuenta que, al igual que Leiris, tenemos que admitir que nuestra historia -en tanto que colectivo humano- tampoco ha tenido ninguna conclusión trascendental y nos hemos quedado varados en el pantano de la posmodernidad. Es tiempo de desmitificaciones y de reconocer de una vez por todas que el progreso es un héroe trágico en cuyo desastre debemos buscar los signos de nuestro malestar cotidiano.

     Me parece, en definitiva, que Leiris nos representa. Que Edad de hombre es todavía un libro exclusivamente contemporáneo y nos enseña a destrozar los patrones de un género literario para comenzar, de una vez por todas, a buscarnos salvajemente, hasta el reconocimiento. 


Iago Fernández


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