Un accidente sugiere el infinito. El cine de Lisandro Alonso



Vamos a hablar del tiempo. El tiempo en relación con la espacialidad, propio de Einstein; el tiempo en relación con la memoria humana, propio de Bergson, y tan bien retratado por Proust o estudiado por Jean Améry; el tiempo teleológico, implantado por el cristianismo y reinventado por mano de Hegel; o el tiempo cíclico, característico de los mitos grecolatinos. Existen multitud de maneras de concebir el tiempo, porque su naturaleza es ambigua y quizá no exista más allá de la experiencia humana. Pero lo verdaderamente importante es que una manera determinada de concebir el tiempo implica una determinada manera de estar en el mundo. Y por eso vamos a hablar del tiempo.

Partamos de nuestras unidades de medida temporales: el segundo, el minuto, la hora, el día, la semana; estas son las que tenemos más inmediatamente presentes. Es innegable la pegada de la cristiandad en nuestro modo occidental de vivir la temporalidad: de siete días, seis son laborables; el séptimo, descansamos, emulando a Dios.

Pero en la antigua Grecia, por ejemplo, se laboraba indiscriminadamente todos los días del año y, cada equis tiempo, se paralizaba por completo toda la ciudad y abundaban los festejos, las bacanales, los ditirambos en honor a Dionisos. En algunas tribus amazónicas, rigen los días laborables la posición de las estrellas. En los extintos pueblos celtas de las tierras irlandesas, la edad de un hombre la marcaba el decurso de un río. En las regiones últimas de Nyarlathothep el tiempo es un chiste.


Chronos, personificación del tiempo en la antigüedad 


Hoy vamos a distinguir dos modos fundamentales de concebir el tiempo: el tiempo teleológico y el tiempo mítico. Si mal no recuerdo (y creo que recuerdo bien), el teórico marxista George Lukács había localizado el disparo de salida de la modernidad a través de la distinción entre un tiempo y otro. El tiempo mítico sería propio de los mitos grecolatinos: un tiempo circular, cuyas efemérides están condenadas a repetirse y sostribar el sentido de la propia rueda eternamente. Se trataría de una concepción aproblemática del tiempo: en ese plano, las cosas tienen una función determinada y no hay disyunción posible entre el significante y el significado; todo se vuelva sobre sí mismo y está pautado de antemano. Con la llegada de la modernidad, esta concepción temporal -esta manera de estar en el mundo- entra en crisis. La realidad se desgaja en múltiples perspectivas, ya no existe un consenso unánime que ligue las palabras a las cosas, definir el mundo se torna un asunto problemático. Hay teóricos que datan el inicio de la modernidad con el alumbramiento del Quijote, porque la realidad psíquica vivida por Alonso Quijano -la pesadilla vivida por Alonso Quijano- disuena con un golpe seco cada vez que procura realizarse en el mundo mortal; hay teóricos que datan el inicio de la modernidad con Montaigne, porque concibió el género del ensayo y puso en cuestión cualquier pretensión de certidumbre objetiva; e incluso hay teóricos que datan el inicio de la Modernidad en la Ilustración, con la toma de conciencia burguesa. Pero en definitiva, la clave de la modernidad es que el hombre queda huérfano de sentido.

Luego vino Hegel y dijo: la historia no es un centrifugado de matanzas, tiene un sentido último, que es la liberación del espíritu, y a él nos encaminamos paso a paso. La Biblia dijo algo semejante, como Arrabal: el milenarismo va a llegar, y a él nos encaminamos paso a paso, de tal modo que todo cuanto hagáis tendrá un peso y un sentido, y por ese rasero seréis juzgados. Es decir, el sentido que otorgaba el tiempo circular de los mitos, ahora lo restaura un tiempo lineal, que avanza hacia su propia consumación histórica.

Con estas breves menciones, queda patente cómo una determinada concepción del tiempo es indisociable de una determinada manera de comprender la estancia del hombre en el mundo.




Ahora vamos a hablar de películas. Porque es lo mismo que seguir hablando del tiempo. El cine se concretó como medio artístico precisamente gracias a eso: en un primer momento, el cinematógrafo era sólo un aparato capaz de reproducir una suerte de postales móviles, y no lograba desvincularse por entero de la fotografía. Cuando se descubrieron los cuadros (para entendernos, los anales de los gags cómicos), se descubrió uno de los genes fundamentales del cine, el encuadre: un espacio delimitado en pantalla donde ya no se reproducía una postalita móvil, sino el flujo del tiempo. Desde ahí, la refinación de los movimientos de cámara o los efectos de montaje fueron concretando las singularidades del medio cinematográfico en tanto que medio artístico. Por eso, cuando hablamos de cine, hablamos en esencia de tiempo.

Cómo se emplea el medio cinematográfico para retratar el tiempo o, lo que es lo mismo, cómo se emplea el medio cinematográfico para sugerir un modo u otro de estar en el mundo será (y esto lo decido ahora) el tema fundamental de este artículo.

Yo no busco, encuentro, y a veces encuentro cosas interesantes que suelen pasar desapercibidas; y no es que tenga la habilidad de un zahorí, es que me obceco mucho y paso muchas tardes navegando por la red. Mi último hallazgo es el motivo de este artículo y lleva por nombre Lisandro Alonso, un director argentino muy joven (no tanto como yo, pero sí muy joven) y, a mi entender, muy prometedor. Las películas de Lisandro Alonso no hacen concesiones y, como los mejores jugadores, se lo juegan todo a una sola carta.


Lisandro Alonso en el acto de beber agua


La película que he visto esta noche de Lisandro Alonso ha sido La libertad, escribo con el piano de Lester Young de fondo.

El argumento es el siguiente: un día laborable en la vida de Micael, un leñador. Ocurre lo siguiente: antes de que salga en pantalla el título de la película, cena un trozo de carne; al amanecer, tala árboles; al mediodía, come y echa la siesta; al atardecer, le prestan un coche para que transporte los troncos hasta la casa del comprador; a media tarde, compra tabaco y gasolina en una tienda y, desde una cabina telefónica, contacta con un amigo o familiar suyo para anunciarle que, en unos días, estará de vuelta; aún más tarde, regresa al bosque, caza un armadillo y lo cocina; de noche, cena el armadillo. Fin. 

La única historia posible, el reencuentro de Micael con su familia (con su hija, concretamente), queda excluida por completo del film. No es lícito hablar de un tiempo teleológico donde el personaje se encamine hacia un objetivo que otorgue sentido a los acontecimientos antecedentes sino, todo lo contrario, de la alusión a un tiempo mítico: como en Ulysses, de Joyce, como en Un viaje de invierno, de Juan Benet, o como en The Tourin Horse, de Béla Tarr, se retrata una jornada cuyo final remonta su principio, instaurando un eterno ourobouros que podría estar trabando su cola eternamente.


Fotograma de La libertad


Ahora bien, ¿por qué La libertad? y, ¿por qué relacionar la Libertad con un tiempo mítico y no con un tiempo teleológico? Siguiendo las argumentaciones anteriores, la libertad para el ser humano estaría relacionada, según la propuesta de Lisandro Alonso, con una falta de sentido histórico.

Quizá porque la obsesión por el progreso, por alcanzar un punto culminante en la historia que otorgue un sentido definitivo a la estancia del hombre en el mundo ha provocado la propia desnaturalización del hombre. En La libertad el personaje guarda una relación de comunión con la naturaleza y sus ciclos vitales están regidos por el sol, el crecimiento de los árboles y los escarceos de los armadillos (y Lisandro Alonso no escatima escenas políticamente incorrectas para dejarlo claro: fabuloso Micael cagando en el monte con el ruido de los animales de fondo, fabuloso Micael despiezando pormenorizadamente al armadillo). Se diría que la película retrata el tiempo antes de la pegada del cristianismo y el comienzo de su concepción teleológica, es decir, el tiempo de los presocráticos, tan añorado por Heidegger o Schiller, cuando la cultura no había operado todavía una escisión entre la naturaleza y el ser del hombre. 

Creo que el título de la película de Lisandro Alonso se refiere a eso: la libertad del hombre subyace en la inmanencia del hombre con el medio que lo rodea; algo inalcanzable en el mundo civilizado, donde los horarios, la burocracia y el salvajismo capitalista alienan por completo un abrazo con el entorno.

Creo que Lisandro Alonso representa muy bien un modo antiguo de concebir el tiempo y el modo de estar en el mundo de Micael, su personaje. Cómo lo representa es harina de otro costal, y sin duda merece otro artículo: los barridos de cámara, la organicidad del sonido, la fragmentación de los planos, que sugiere la infinitud del bosque argentino etcétera. De hecho, el artículo lleva por título "Un accidente sugiere el infinito", y tenía la pretensión de hablar sobre la alusión a la infinitud a través de la fragmentación del plano cinematográfico, amparándome en escritos de Bazin y Kracauer, pero al final hablé de otra cosa, como en "La libertad", cuando Micael telefonea y promete reencontrarse con su familia. Pero quizá para hablar del cine de Lisandro Alonso lo más honesto sea llegar a citar el cine de Lisandro Alonso como por accidente, y sugerirlo, y sugerir lo que nos sugiere, ya digo, como por accidente.


Iago Fernández


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