Me cago en las discotecas. Pagué los
veinte euros que costaba la entrada bajo la displicente mirada
del portero de turno, sátrapa de pechos culos y caderas, apóstol de la
alienación más grosera: el gusto canónico por lo uniforme que busca ser diferente. Me cago en los discotequeros cuya charla recuerda a la repetitiva rotación de los tiovivos y a los
manteles de ganchillo que cubren las mesas de casa de mi abuela. Nunca volverá a ser el
día en que tú, Cayo César, el más hermoso de los seres, avanzarás
resplandeciente de oro en un carro tirado por cuatro corceles níveos, triunfal
venido de las Galias y rodeado de jóvenes y muchachas que te preguntarán por el
nombre de los reyes, los lugares, los montes o los ríos que conquistaste. Nada
ha sido conquistado una vez se supera al corpulento portero ruso que te lo dice
bien claro, Cerbero de feria: U menya est
net lyubimya; yo no tengo novia: adquirid cualquier esperanza vosotros que
entráis -palabras de color oscuro impresas en la pared del guardarropa-;
adquirid cualquier sospecha, revivid cualquier vileza y gozad de las gentes sin
intelecto vosotros que entráis; sabedlo: las manos no suenan cuando se estrechan.
Se gira en torno al túmulo en una vorágine sin tiempo ni orden; como el cuerpo
de un reno que cae sobre la nieve y expira este es el lugar, estas son las
circunstancias.
Fue una visita intempestiva a la
discoteca barcelonesa Sutton la que
me permitió recordar una lectura que resultó significativa en mi adolescencia: Ars Amatoria de Ovidio. Arte de amar. Arte entendido como
técnica u oficio, habilidad propia de un artesano. Arte entendido como dominio
virtuoso del asunto, en este caso el asunto del amor. No la palabra soltada a
bocajarro, sino el fino escupitajo punzante que arrastra hacia la cama. No el
simbionte que desde el estrado grita “¡Yo adoro las cosas curvas!”, sino el
reservado gesto que busca el placer estético de la pieza museística, un reconocimiento
mutuo cifrado en las manos enguantadas y su pudor ácrata.
Es posible que Ovidio sea uno de
los autores más traducidos, imitados, emulados y pervertidos de la historia de
la literatura universal. Se puede perseguir su sombra a lo largo de los siglos
a través de la obra de los otros. Mirad ese feliz Manrique y su “Cómo se pasa
la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”; por ahí ronda “Iam ueniet
tacito curua senecta pede”. Y es que no hay poeta más traducido al español que
Ovidio. Y naturalmente, hoy en día no es un poeta leído gracias a los
excelentes planes educativos de nuestros gobiernos triunfales. Este es el
lugar, estas las circunstancias: Sutton,
el alto copete catalán de las camisas remangadas y el sudor que florece, una
repetición mareante de piernas desplumadas que recuerdan vagamente a mangos de
martillo de bricolaje. O como diría un amigo poeta: “la discoteca /
exhibición de volúmenes”. Y pienso en cubos, en palitroques, en bisontes
rutilantes.
Este fue el juego propuesto. Yo tenía
que leer y poner en práctica en la medida de lo posible el Arte de Amar de Ovidio. Por su parte, un amigo discotequero (cuyo
nombre en clave será a partir de ahora Berzolo) habría de poner en práctica el Arte de seducir para Dummies que edita
Planeta. Redactado por una tal Elizabeth Clark quintuplica –como mínimo- en
ventas al libro de Ovidio.
Interesante fresco erótico de Pompeya |
El Arte de amar se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera
está dedicada a la conquista del amor y la segunda a la conservación, de manera
que a modo de exempla me ceñiré
exclusivamente a la primera parte. Así empieza, categórico: “Si entre el
público alguno no conoce / el arte de amar, lea este poema / y tras leer el
poema, ame instruido”. El poeta confiesa en los primeros pasos del tratado que
el conocimiento amatorio no le ha sido revelado por los dioses (no Apolo, no
las musas), sino por su experiencia amplia y dilatada en la vida, de la que da
fe en obras como el compendio de poemas Amores
(Felizmente la edición de Cátedra reúne los Amores
y el Arte de amar en un único volumen
con el fin de darnos la llave de las pasiones
humanas). Hecha la introducción, hay que dar el primer paso en dirección a la
conquista. Para aquellos que crean que la literatura antigua no es clara,
práctica y expeditiva cuando debe serlo, sirva el epígrafe con que Ovidio
prosigue con el poema para desmentirlos: “Dónde se pueden encontrar mujeres”.
Está claro. En todo tratado de seducción no debe darse por supuesto que las
mujeres están a mano en medio de los eriales azoicos de la campiña pirenaica.
Las mujeres están en la ciudad. En concreto podremos encontrarlas en los
pórticos y los templos, en el foro, en los teatros y, como no, en el circo y en
los definitivos combates de gladiadores.
Para la ocasión entendí que los
consejos asignados al circo eran de lo más convenientes para la discoteca. Una
vez elegido el objeto de amor, debería introducirme entre la muchedumbre hacia
las interioridades de la pista donde retumbaba una pieza musical de moda. Según
Ovidio es imperioso “arrimar tu costado a su costado”, cosa no difícil porque
juntarse en la discoteca es algo que ocurre “por ley” debido a la cantidad de
cuerpos amontonados. Así me fijé desde el estrado en el pálido fuego de unos
ojos orientales que con grito solitario hendieron mis carnes. Me arrojé hacia
ella sin dilación, de pronto deshibernado. Ah, Beatrice mía, pájaro libre que habita los imposibles pináculos de una iglesia que te ha excomulgado. La
belleza única de esa criatura me obligó a tomarme completamente en serio las
palabras de Ovidio.
“Aun cuando sea inexistente el
polvo, / sacúdele ese polvo inexistente”. Inicié una conversación con temas
generales enfocada a preguntarle acerca de sus gustos musicales, reconociéndome
en ellos aunque fuesen falsos, porque Ovidio deja claro que en estos momentos
de acercamiento la verosimilitud es más importante que la verdad. Comoquiera
que su falda rozaba el suelo, recogí diligentemente parte del manto ante su
sorpresa de acuerdo con la idea general de ser del todo servicial. Además, como
dice Ovidio, al impedir el contacto de la falda con el polvo quedaron “sus
piernas / expuestas” a la vista de mis ojos. Hay que ser minucioso.
Una tarde en el circo |
Mientras tanto levanté la vista y
vi al fondo, contra la pared del local, a mi amigo Berzolo con pose hierática,
similar a una estatua atormentada en medio del bosque. Había
seguido los principios de su manual y se había hecho con los servicios de un Ala
(compañero en la seducción de acuerdo con las técnicas contemporáneas de sargeo), un pequeño hombrecillo que
introducía temas y preparaba el terreno, peón gambito. Es decir, un suicida.
Parecen las técnicas de seducción modernas una literalización estúpida de un
tópico latino que debe ser tomado siempre metafóricamente: milita amoris. El amor como un ejercicio de conquista militar.
Asimismo, las lecturas que ofrecen los manuales contemporáneos carecen de la
sutileza que requiere la universalidad. Las obviedades tan sólo funcionan con
quien no conoce nada más que las obviedades, pero se desmoronan en su
mecanicismo, en la falta de plasticidad desde el punto de vista pugilístico, y
requieren que la persona amada sea reducida a la lamentable categoría de objeto.
En su manual Ovidio no sólo
ofrece un compendio práctico fácil de llevar a cabo. También ofrece la
elegancia y la delicadeza de versos perfectos sazonados con ejemplos
mitológicos, reafirmados con el vigor que otorga el sentido del humor más fino
y la palabra revelada por los dioses. Aun teniendo en cuenta la distancia
temporal del texto, no puede identificarse un aire retrógrado o machista si
contextualizamos la lectura; creo que prevalece el fulgor daimónico del gesto
pagano.
Viejos dichos discotequeros
ascienden hasta tiempos inmemoriales: “De noche están ocultos los defectos / y
toda imperfección es perdonada”. Bien se conoce el poder alucinatorio del vino:
“Y entre los vinos Venus fue fuego sobre el fuego”. Hay pequeñas lecciones de
psicología: “Lo primero, tu mente ha de confiar / en que se puede conquistar a
todas”. Y también invitaciones a la precaución frente al proverbial ardor
femenino: “[tras varios ejemplos mitológicos] Todos esos estragos ha movido /
la pasión femenina. Es más intensa / y tiene mayor furia que la nuestra”. Ve
con cuidado.
Justamente ebrio de un buen vino
Falerno acometí otro paso importante: “hazte amigo de su esclava”. Puesto que
la esclavitud fue abolida hace siglos, me hice amigo de sus amigas, pues “no
poca importancia hay en que sean cómplices fieles de tus callados goces”.
Aunque no fue mi caso aquella noche, Ovidio recomienda fingir siempre en los
primeros pasos, exagerar un sentimiento que quizá no existe. Este apartado de
lo ilusorio tiene que ver con el ser una persona educada: si se pueden decir
hermosas palabras, hay que decírselas incluso a la menos deseable. Aprende
hablar, no seas superficial: “Tu hermosura se irá. Debes ser culto”. Es una
obligación, amigos. Y mientras discurría con mi amor y sus amigas en una
agradable conversación ya fuera del centro de la pista, adiviné a lo lejos a mi
amigo Berzolo plantado a dos centímetros del rostro de una hermosa dama. “En el
manual pone –me dijo poco antes de iniciar el juego comparativo- que es posible
saber si le gustas a alguien por la dilatación de sus pupilas”. Maldito
cientificismo que acosa el terreno que le es vedado. Allí yacía mi amigo,
paranormalmente brusco, buscando en las pupilas de la muchacha un signo de
dilatación. Más que un amante, parecía el casual lector de la letra minúscula de un crucigrama. Ella terminó por separarse de él totalmente turbada. Más
tarde Berzolo me confesó: “No pude ver si sus pupilas se dilataban. En la
discoteca hay tan poca luz que siempre
están dilatadas”. Me encogí de hombros mientras partía con mi amada en
volandas.
Sirva esta pequeña recensión
biográfica forjada a partir de escolios para ofrecer un
acercamiento no riguroso a una obra clásica. El lector que decida leer los Amores y el Arte de amar encontrará en la edición de Cátedra una excelente
traducción de J.A. González Iglesias, poseedor del don del verso, abundante en
notas explicativas y con una introducción rigurosamente académica. También existen otras ediciones, pero no son tan completas.
Víctor Balcells Matas
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