Si uno camina recto por la Rue Dar el-Baroud desde la ensenada del puerto de Tánger y se desvía a la derecha en la primera bifurcación que encuentre llegará sin error posible al Hotel Continental de Tánger. El antiguo palacio blanco se levanta sobre el borde de un paredón desde el que se domina un bullicio de camiones, barcas y pescadores que agitan los brazos y negocian hasta perder la voz los precios de sus mercancías marinas. Tánger, prodigio andrógino. Burroughs, Ginsberg, Bowles y Kerouac, entre otros, se pasearon a través de los complicados artesonados que sazonan los espacios comunes del hotel. Hace un par de años yo también me paseé por aquel lugar. Un amable recepcionista me entregó la llave de la habitación número nueve, la misma en la que supuestamente fue escrito El almuerzo desnudo y, cuando le pregunté si había WiFi el hombre soltó una carcajada y asintió con malicia: ven a verme dentro de media hora, dijo, y tendrás el WiFi.
Tras deshacer la maleta y colocar
el ajuar literario sobre la mesa, bajé en busca del recepcionista para que me
indicara la clave del WiFi. Sorpresivamente, lo encontré ataviado con una
capucha en el rincón más oscuro que colinda con la tienda de souvenirs.
WiFi por aquí, dijo, y emprendimos una larga marcha por serpenteantes y
sórdidas calles sin embaldosar hasta que llegamos a un bar donde me entregaron
un paquetito con WiFi, o lo que es lo mismo, Kifi, la célebre marihuana índica
del norte de África. Así se presentaba la vida tangerina y así la disfrutamos
en lo sucesivo sin temor de infamia. Pero eso es otra historia.
Hotel Continental |
Bajo esas circunstancias y en ese
lugar me inicié en la obra de Paul Bowles. Primero leí su extraordinario
volumen de relatos Un episodio distante y luego me entregué al
viaje infernal que es El cielo protector. Más tarde, ya en
España, habría de disfrutar de sus diarios y libros de viajes. Pero allí, en la
capital de la fumarola, alguien mencionó un nombre que, en aquel momento, me
pasó desapercibido y que ahora he recuperado en todo su esplendor.
La editorial independiente
Capitán Swing fue la culpable de que resonara en mi cabeza el eco de un
recuerdo casi borrado. Me encontraba una vez más en la librería LaCentral
cuando mis ojos se posaron sobre un volumen titulado Una vida llena de
agujeros, de Driss ben Hamed Charhadi. Fue ese nombre el que me llamó
particularmente la atención. Además me fijé en el subtítulo y se confirmó la
reminiscencia: transcrito y traducido por Paul Bowles. Ah, Paul
Bowles: mi héroe marroquí y su sabio amigo analfabeto.
Efectivamente, Driss ben Hamen
Charhadi era analfabeto. Bajo este nombre se esconde la figura de Larbi
Layachi, un tangerino al que Bowles conoció un día paseando por la playa de
Merkala y con el que llegó a trabar una sólida amistad mientras compartieron
ciudad. Charhadi solía visitar al escritor por las tardes, cuando volvía a casa
tras el cine (acaso la mítica Cinémathèque de Tánger) y en torno a una taza de té
y con un poco de kifi departían sobre los temas más dispares.
En una ocasión Charhadi llegó
alterado. Acababa de ver una película egipcia en la que se hablaba de
acontecimientos de los que él no había tenido noticia: en el filme, El Cairo
era destruido. Hombre inocente, no sabía que existía en el mundo una cosa
llamada ficción. Desconocía la existencia de esa amable gente que
se dedica a crear historias inventadas. Bowles se extrañó y le preguntó:
“¿Acaso Las mil y una noches no es un compendio de historias
inventadas?”. Naturalmente: no, opinó Charhadi. Esas historias tuvieron lugar
en una época anterior, cuando el mundo era diferente a como es ahora, pero no
son falsas. O como dijo Salustio acerca de los mitos, “estas cosas no
ocurrieron nunca, pero son siempre”. La conversación prosiguió y Charhadi
descubrió dos cosas que parecen obvias para nosotros pero que él ignoraba: que
era posible crear historias que no dijesen la verdad y que cualquiera podía
hacer un libro si se lo proponía. Así, al cabo de unos días llegó entusiasmado
a casa de Bowles con una idea en la cabeza: él narraría una historia y Paul
la transcribiría, la traduciría y la enviaría a publicar. Todo ello con la
ayuda del inefable Alá.
Larbi Layachi piensa en sus vidas pasadas |
El resultado es Una vida
llena de agujeros, el libro que nos ocupa. Pero antes de reseñar y destilar
su contenido, cuyo valor histórico-social es excepcional, quisiera realizar
algunos apuntes de tipo técnico, pues en este apartado también la considero
excepcional. Entiendo que, al tratarse de una trascripción directa de un
discurso oral, estamos ante una obra que debe ser medida según parámetros
particulares.
Mientras leía el libro recordé
algunos apuntes que elabora Javier de Hoz en su introducción a la Ilíada de
Homero (en la edición de Austral). Me detuve y recuperé ese texto para tratar
de refrescar mi memoria. En la antigüedad, el poeta ejecutaba oralmente sus
poemas frente a un público. La transmisión se producía de generación en
generación sin que el texto se fijara por escrito. Se entiende y acepta que
cada vez que el poeta recitaba el poema existían varios grados de improvisación
basados en fórmulas que sólo la experiencia otorgaba. Así ocurre en el texto de
Charhadi: aquello que narra para Bowles está inserto en una tradición oral que
ha perdurado allí donde la alfabetización no ha llegado. Es factible y más que
probable que Charhadi haya explicado lo mismo que leemos en el libro múltiples
veces hasta lograr una plasticidad estructural de la que el propio Bowles, como
novelista, quedó muy impresionado.
Ahora bien, el lector que se
enfrente a un texto de estas características (una trascripción de una narración
oral) encontrará en los primeros compases dificultades en la lectura. Sobre el
texto deberemos intercambiar nuestras habilidades lectoras por nuestras
habilidades como oyentes. Esta es la única manera de poder entrar con éxito en
el juego que propone el libro. Tendremos que leer como si escucháramos. Pero,
como señala Javier de la Hoz, “nuestra capacidad de mantener la atención
durante largos períodos de tiempo ante un discurso está indudablemente
atrofiada frente a lo que debía ser la de lo analfabetos”. Así que el esfuerzo
puede llegar a ser más duro de lo que aparenta a priori. El lector, ahora
también oyente, queda avisado.
Yo, personalmente, me atrevería a
dudar del hecho de que Bowles no tocara la trascripción, tal y como afirma en
el prólogo. Otra de las características básicas de un texto oral se cifra en la
repetición. En Una vida llena de agujeros este elemento se da
tan sólo en el nivel conceptual. En cambio, la repetición de sujetos tan
habitual del discurso oral aquí no aparece y sí abundan los pronombres siempre
que se les requiere. Sin duda debe tratarse de una elaboración mínima que
realizó pensando en los lectores, pero esto no nos salva de tener que aplicar
las reglas que he propuesto en el párrafo superior. Por otra parte, Charhadi no
utiliza descripciones ni realiza apenas comentarios sobre la narración: se
sucede la descripción llana de acontecimientos. Los diálogos son escuetos y
simples, la sensibilidad de Charhadi carece de pretensiones estilísticas y de
voluntad lírica. Sin embargo, tal y como afirma Bowles, “un buen narrador es
capaz de mantener la tensión casi por igual en cada una de las partes del
relato. Esto lo conseguía Charhadi aparentemente sin esfuerzo”. Lo que merece
la pena de este libro, más allá de su particular hechura, es su contenido.
Paul Bowles y su inefable batín |
A través de varios capítulos
independientes, Charhadi cuenta episodios de su vida enmarcados en una época
que fue particularmente convulsa desde el punto de vista político. La ocupación
española de Tánger y el norte de Marruecos (1940-1945), sumada al difícil
proceso de independencia controlado por Francia, son el escenario en el que se
desenvuelve nuestro protagonista. Desde los capítulos iniciales dedicados a su
infancia y adolescencia, en los que vemos a un Charhadi huérfano de padre,
maltratado por su padrastro y empleado en los más diversos y sórdidos
empleos (desde pastor hasta recolector de basura para los cerdos), se nos da a
conocer la idiosincrasia del pueblo marroquí, sus problemas étnico-culturales,
la vida azarosa de los más necesitados, el reino de la mentira y el engaño con
el que Charhadi se ve obligado a lidiar.
En capítulos sucesivos, con un
Charhadi ya casi adulto, conocemos sus encuentros con la prostitución, la
captura por tráfico de Kifi, el brutal encierro en la cárcel de Malabata y
posterior, el sufrimiento de la pobreza, el robo o la soledad; pero también
conoceremos la amistad, la lealtad, el amor y el placer del nomadismo. A través
de la historia personal de Charhadi, de anécdotas, diálogos y momentos de
lúcida tensión narrativa, el lector podrá profundizar en la realidad del pueblo
marroquí, ofrecida a través de este testimonio presencial.
Nuestra próxima cita con Capitán
Swing se producirá entre las páginas de Locus Solus, de Raymond
Roussel, otro de los magníficos títulos que atesora su excelente catálogo.
Víctor Balcells Matas
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