“Las meninas", de Velázquez, o la no-literalidad

Una vez visité El Prado en compañía de André Malraux. A la salida, como era de esperar, nos asaltaron los periodistas y nos formularon aquella pregunta tan original de qué salvaríamos primero en el caso de que se declarase un incendio en el museo. Malraux, como ya me temía, salió con la obviedad de que él salvaría el fuego. Mientras se explicaba, yo pensé que me estaba dando pie a una respuesta genial y genuinamente ¡da-li-nia-na! Cuando me tocó el turno yo, tras unos segundos en que fingí que me lo pensaba, dije: Pues yo salvaría el aire, y más concretamente, el aire que Velázquez encerró en Las Meninas, que es el aire más transparente y de mejor calidad que existe. (...)
Salvador Dalí




Uno, a veces, ojea, y obtiene la impresión de que, a día de hoy, priman en los expositores de las librerías recolecciones de obras cuyo máximo interés estriba en captar el presente en su más absoluta inmediatez, empleando las herramientas literarias a modo de cámaras que fijan los clichés más reconocibles de principios del S XXI. Cuando Rimbaud, al final de "Una temporada en el infierno", dijo aquello de "Tenir le pas gagné; Il faut être absolument moderne", desató, sin saberlo, consecuencias dramáticas a largo plazo. Creo que no estaría de más, entonces, dar un toque de atención sobre aquellos personajes históricos que, por hache o por be, han dedicado buena parte de su tiempo y su inteligencia a renegar de esa captación automática del presente, entre irreflexiva e ingenua, sin renegar de ser absolutamente modernos, ganar el paso. Me remonto para el cometido a los anales de la pintura moderna: Velázquez, "Las meninas", 1656.

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez

Por lo pronto, decir que Velázquez pertenecía a esa sección de artistas empeñados en potenciar en su producción más lo cualitativo que lo cuantitativo y, en comparación con cualquier otro pintor reputado -de su época al menos-, ha pintado pocos cuadros. Quizá no por gusto: jugaba el papel de cortesano real, y eso le robaba tiempo; se sabe que el rey Federico le denegaba hasta permisos de viaje a Italia para mejorar su técnica pictórica. A pesar de ello, Velázquez tiene una gran variedad de obras maestras en su producción que, contrariamente a la mayoría de obras maestras de la pintura o casi cualquier ámbito artístico, no tienen un gran número de ensayos o bocetos a sus espaldas (si acaso, se podría considerar que todos los cuadros de Velázquez son un ensayo de Las Meninas). Por supuesto, todas esas obras maestras, sin miríadas de abocetados que las respalden, no son producto de la ciencia infusa, azar bendito o toque certero del índice de las musas en la sien del genio: Velázquez, consciente de las limitaciones temporales que regían su dedicación a la pintura, pensaba infinitamente sus obras, y a eso se deben (también, imposible desmentirlo, a una pericia técnica natural que le permitía solucionar el cuadro con soltura, chulería y rapidez).
Dicho esto, uno cree que esa captación automatizada de la realidad no es más que una lectura literal de los signos del presente sin un gran valor artístico, y que bien pudiera exponer a Velázquez como ejemplo de artista no-literal basándose en su obra magna, "Las meninas". Según la RAE, algo leído literalmente es algo leído "conforme a la letra del texto [entendamos como texto, también, una imagen, o cualquier posible espesor de signos], o al sentido exacto y propio, y no lato ni figurado, de las palabras empleadas en él". Esa supuesta literalidad, entonces, encierra dos presupuestos: 1) que una palabra o forma es permutable por un único y objetivo significado, ya convencional, consensuado por todos o impuesto por mayoría, que es lo mismo; 2) que un conjunto de palabras o formas sólo es capaz de referirse a sí mismo, entendiendo por sí mismo todo ese conjunto de significaciones heredades, histórica, social y políticamente, o que un conjunto de palabras o formas sólo dicen lo que muestran. Teniendo esto en cuenta, una obra de arte literal no es más que una glosa de significados ya codificados, distribuidos o no de una manera curiosa, que se lee con facilidad y ameniza los tiempos de estreñimiento. Y relaciono ese tipo de obra de arte con los tiempos de estreñimiento por consonancia de tonalidades: uno lleva al baño, o suele llevar al baño, fruslerías, anecdotarios, y está claro que algo literal es, necesariamente, anecdótico, porque ya remite de inmediato a un significado obvio y cerrado que se entiende con automaticidad y no pide reflexión o reconsideración alguna por sí mismo. "Las meninas", de Velázquez, todo lo contrario. ¿Para qué pensar tanto un cuadro que, a fin de cuentas, va a remitir sólo a sí mismo y va a significar lo que significa sólo por sí mismo? Para eso, pensar, o, cuando menos, pensar de un modo creativo, no es estrictamente necesario: basta con distribuir con negligencia a ras de una superficie, página o lienzo, un código lingüístico ya preestablecido. Y, como ya digo, si por algo se caracteriza la pintura de Velázquez, es por estar genéticamente pensada y sopesada hasta el extremo.
Ahora, si lectura literal es una lectura "conforme a la letra del texto, o al sentido exacto y propio, y no lato ni figurado, de las palabras empleadas en él", se comprende que una lectura no-literal, forzosamente, consista en identificar algo que no está presente en sí mismo en los signos presentados, en identificar algo ausente; una obra de arte no-literal, tendrá, pues, por objetivo, representar lo ausente o lo que no tiene cuerpo porque excede la deficitaria capacidad denotativa del lenguaje utilitario. (Es el momento de concretizar qué nueva significación que no puede ser contenida literalmente en la representación de "Las meninas" capta Velázquez para que lo considere artista no-literal).


Las Meninas, 1656

Uno, a veces, ojea, y cree que esa significación que no puede estar contenida literalmente en el cuadro, es posible concretizarla atendiendo a los rasgos básicos de "Las meninas". En el primer catálogo del Museo del Prado, en 1819, se cita, con respecto al cuadro, que es "admirable por el colorido y por el efecto de la luz. Se admira en él aquel vapor que se repara en la sala, que envuelve y aleja todos los objetos que deben debilitarse de tono en alejándose" y que "es un prodigio en las dos perspectivas, lineal y aérea". Capitales para su ejecución, por tanto, han sido tres cosas: la acertada disposición de la luminosidad, los ritmos de color y el dominio de la composición de la perspectiva. Hay que añadir, ahora, el testimonio de los historiadores Sánchez Cantón y Lafuente Ferrari, que afirman, con respecto al cuadro, que: "las cosas [son] vistas a distancia con una lógica óptica". Desarrollar esa lógica óptica, implica, entonces, que la plasmación de esos tres elementos sobresalientes en Velázquez haya sido medida, desde el primer al último plano, y estratégicamente dispuesta; no hay, aquí, azar, toque de musa posible. Y eso es un signo de anti literalidad creciente: la programación de los elementos compositivos en pos de presentar un orden armónico superior -el de la lógica óptica- anuncia que no hay en Velázquez un interés por reencarnar lo real en su literalidad, es decir, tal cual es visto e inminentemente entendido, cosa que anularía la propuesta. Los signos, a título individual, han dejado de ser por sí mismos, sus habituales significaciones, entones, para qué se quieren si en el lienzo ya no rigen las leyes de la denotación lingüística. Los dos historiadores españoles así lo advierten también y hablan de "la subordinación del conjunto a la unidad de la luz y la perspectiva aérea, que funde en el ambiente las cosas vistas a distancia".
Ahora cabría preguntarse qué brota tras esa subordinación de los elementos compositivos a las leyes armónicas de la lógica. Rescato los testimonios de José Camón Aznar, que, dada la amplísima sombra que proyectó sobre las distintas áreas de la cultura en sus quehaceres, lo dejaré simplemente como intelectual español del S. XX: "El protagonista es el espacio por sí mismo, por sus complejos lumínicos, por la dificultad de sus medidas, de sus convenciones perspectivas (...) de un espacio que no emana de las figuras [...]pintadas ahora con una materia que ya no es la que cierra las formas, sino, al revés, la que las abre a todas las efusiones de la luz ". En síntesis, se diría que lo que genera esa distribución armónica de las partes y las técnicas, en el cuadro de Velázquez, es una ilusión de profundidad que, además, no yace vacía, sino que está repleta de aire y, este aire es coloide, se adensa y se adelgaza en su circulación alrededor de las figuras o signos.


La infanta Margarita, detalle

Pero bien, si Velázquez ha emprendido una búsqueda de la plasmación de lo no-literal, ¿qué es, estrictamente, eso no literal que logra referir gracias a esa sublimación de la espacialidad conseguida tras esa subordinación de las técnicas y motivos a un orden lógico? Uno, ojea, y ve que Antonio Palomino de Casto y Velasco han testimoniado sobre el cuadro de "Las meninas" que "es verdad, no pintura"; Teófilo Gautier, al contemplarlo, preguntó: "pero, ¿dónde está el cuadro?"; Bernardino de Pantorba, en su obra "La vida y la obra de Velázquez", responde: es que "El designio primordial de su arte [del arte de Velázquez, se sobreentiende] (...) [es] que el contemplador penetre con la mirada en el ámbito simulado [...que] presa la mirada del hechizo ilusorio, acabe por no saber medir en dónde termina el lienzo y en dónde comienza la realidad de la sala". La búsqueda remata en lo que ya advirtió Foucault en el primer capítulo de "Las palabras y las cosas", en aludir la máxima no-literalidad o aludir al espectador, lo más exógeno con respecto a la obra o su antagonista mismo a la hora de la lectura. Velázquez plasma todo con lógico rigor, recrea una profundidad espacial inusitada donde campan vivamente aire y luz y convierte al espectador en otro elemento más del cuadro (es más, según la teoría foucaultiana el cuadro no se comprende sin la interacción del espectador: el espejo del fondo de la imagen, supuestamente, reflejaría a los reyes y no al lienzo que ejecuta Velázquez, de modo que los reyes estarían fuera del cuadro, en el mismo plano que el espectador; pero esta interpretación, si bien me parece la más correcta, no goza de un consenso total).
Concluyo, pues, que esta obra tótem de la no-literalidad artística es un buen ejemplo histórico de cómo ser absolutamente contemporáneo, llegando incluso a inaugurar la modernidad, sin recaer en esa especie de prurito realista de querer transcribir a toda costa el presente más inmediato que envuelve al autor, y que tanto pesa hoy, a mi entender, en los anaqueles comerciales.
La enseñanza que se extrae, pues, desde esta perspectiva, de "Las meninas", de Velázquez, es que una mala obra de arte no trasciendeporque se refiere exactamente a lo que sus signos remiten, volviéndose anecdótica, fungible, circunstancial, mientras que la buena obra de arte o, al menos, las obras de arte que han pasado a la historia, sí trascienden porque suelen conducir a las afueras del propio texto, más allá de los propios signos que las integran.

Iago Fernández

P.D: Gracias a Núria Armengol Freixas por la documentación prestada.


2 comentarios:

  1. Gran artículo. Cuesta mucho ver en la literatura gentes preocupadas por los propios recursos pictóricos, pero más cuesta ver también en el mundo del arte, alguien que considere el magnífico trabajo crítico y estético de los grandes historiadores del arte españoles del siglo XX; ya hemos crecido para poder distinguir lo eterno en sus trabajos.

    Artículo de necesaria difusión, con el permiso del autor imprimé una copias, como modelo para mostrar a los estudiosos que limpiar caminos perdidos lleva a nuevos lugares.

    Núria Armengol, bibliotecaria de arte.

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    1. Permiso concedido, Núria, y muchas gracias por la positiva apreciación del artículo. En cuanto pueda le dedicaré un nuevo artículo a la biblioteca de Velázquez. Espero verte a menudo por este blog.

      Abrazos.

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